lunes, 7 de abril de 2008

La corista y yo

Todo sucedió en un verano sofocante en El Cairo. Por aquel entonces, yo trabajaba excavando tumbas de faraones, pero por las noches me ganaba un sobresueldo haciendo juegos de malabares en un garito de mala muerte. Allí acudía puntualmente, bien entrada la madrugada, el temido gangster Asimov, con su inseparable cortejo de matones y falleras en tanga, y jugaba al póker mientras hablaba de las singularidades del espacio-tiempo, y desplumaba a los incautos. En un rincón de la barra Openheimer siempre se emborrachaba solo, y lloraba lluvia radiactiva sobre su whisky doble. Y Aristóteles de Estagira tocaba jazz en el piano.

Una de esas noches fue cuando la conocí. Del salón, en el ángulo oscuro, se me revelaron sus incontestables curvas y el brillo violeta de sus ojeras. Se me acercó fumando un cigarrillo turco y echando hábilmente el humo por su boca en forma de órbitas concéntricas. Ella iba de azul, los alemanes iban de gris y yo llevaba un casual traje de lino blanco y un sombrero panamá que, francamente, me quedaban muy bien. Hubo una corta presentación en que nos intercambiamos las tarjetas y un largo interrogar de miradas. Entonces le dije que ése no era sitio para ella, princesa, y que mejor salir fuera a caminar. Y salimos a caminar a los bosques de Viena en otoño.

Caminamos lentamente y hablamos de Ray Bradbury y de Philip K. Dick, al compás de las hojarasca que crepitaba, sinfónica, bajo el punteo distraído de los tacones de sus botines negros. Ya llevábamos caminando varias semanas por los bosques de Viena en otoño, cuando tomé sus manos y le dije que tal vez sería buena idea ir en busca de alguna alcoba para ejercer mutuamente la posesión de nuestros cuerpos. Le dije también que yo, hombre muy leído, conocía un sinfín de posturas amatorias con las que ella nunca había soñado siquiera. Ella me contestó que sí, que las conocía de sobra las tales posturas, pero que no podía ser mía. Y me confesó su gran secreto. Me refirió que ella era, en el fondo, un androide creado por el malvado Giorgie Dann, científico loco que fabricaba autómatas en forma de mujer y las esclavizaba, obligándolas a bailar en bikini en torno a una barbacoa, de acuerdo con un arcano ritual para dominar el mundo. Ella, sin embargo, había logrado romper su programa y se había fugado. Pero tenía que regresar a donde estaba Giorgie Dann, a su torre terrible de purpurina, para que le revelase de una vez el secreto de su existencia o, si no, matarlo y, de paso, salvar al mundo. Yo pensé entonces en lo injusto del mundo, en las singularidades del espacio-tiempo, y creí oportuno sacar mi violín de su estuche e interpretarle el primer movimiento del concierto que estaba escribiendo. Ella bailó tristemente para mí, sobre la hojarasca, bajo la ausente mirada de las estatuas de los reyes godos.

Luego seguimos caminando en silencio, y llegamos al Café Gijón, donde servían ya el desayuno. Yo sabía que había un avión que calentaba sus motores ahí fuera, para arrebatarla de mí. Le pedí que no tomara ese avión. Ella no articuló más palabras, tan sólo mojaba, gravemente, pensativa, la magdalena en el café.

Fuera, los dioses llegaban ya cabalgando desde el oriente, furiosos y vengativos, y traían la aurora del último día en el mundo, enrojecida de sangre, como una bombona de butano.

Cuando aparté la mirada del cristal, reparé en que estaba solo, con mi sombrero panamá.