jueves, 9 de octubre de 2008

So-fo-nis-ba

La palabra Sofonisba es una caja de música dejada entre los primeros límites de octubre, un juguete huérfano en un paisaje irremediablemente adulto, un pequeño tesoro sin mapa. A saber cuánta lluvia tendrá encima. Y sin embargo, tras abrirla, descubrimos que ni la humedad ni el desamparo han logrado mermar del todo la fe de sus resortes. La melodía, sí, es algo más lenta ahora, un poco más oscura, pero en su esfuerzo lucha por saber sonar como la primera vez, cuando ni siquiera se lo pedíamos. Tres notas danzarinas y una cuarta inesperada, discordante, rara, final. He ahí el secreto. Una caricia sin cuidado que acaba en una pregunta de mil años. Y es que Sofonisba nos empezaba haciendo reír para dejarnos en silencio, perdidos de añoranza por cosas que nunca podríamos ver, destrozados por un sordo placer de belleza y aniquilamiento, removiendo el presagio de que ambas cosas, al cabo, pudieran ser lo mismo.

¿Quién no termina el día con el mediocre equipaje de su voz, gastadísima de justificar y justificarse en cada intercambio? Lo ponemos junto a nuestra cama, dócilmente, con los zapatos de un día más y el cotidiano catálogo de remordimientos. Apagamos el último cigarrillo y envidiamos a los ángeles, tan puros que no necesitan hablar. Y es entonces, al borde del sueño, cuando queremos encontrar a Sofonisba, y que nos vuelva a fingir un poco de misterio, con el tacto y las primicias de un beso repentino. Sabemos muy bien dónde la habíamos dejado, quizás debajo de algunas páginas distraídas o en el torpe amago de unos versos que se tendrían que suicidar de tan ingeniosos. Pero queremos tener a Sofonisba una vez más, como si fuera la primera vez, y pedirle que nos cante, sin la servidumbre de decirnos nada, sin la obligación de que lo hagamos nosotros. ¿Dije que era una caja de música? Ojalá. Qué ingenua coartada. No. La palabra Sofonisba es sólo una flauta de afilador y por eso es también su propia, inevitable melodía. Lo que ensombrece su compás, por tanto, no es la lluvia ni el otoño. Ni tampoco el vértigo del tiempo. Ni todos los que la han tenido ya en sus labios. Es la cruel certidumbre de nuestros pulmones o la pobre calidad de nuestro aire.