miércoles, 29 de diciembre de 2010

Imagen de Beatriz pintada por Rossetti (un viejo soneto)

Este dolor tan dulce al contemplarte,
imagen muda, inmóvil fugitiva
de las horas (al tiempo que cautiva),
no sé de dónde viene, ni qué azar te

ha traído a trazar en esta parte
del mundo, en este cuarto, una ventana
donde, en tus ojos, la eterna fontana,
la fiebre por ser siempre y no acabarte.

Esta seda que araña, esta extrañeza
que es el hogar, no puedo describirla,
ni sé qué hechizo entre las sombras reza.

Es como un largo y silencioso grito
(una llamada acaso) es una esquirla
que se clava tiznada de infinito.

(De Azul de enero)

miércoles, 22 de diciembre de 2010

La nave

Pensar en la Odisea (cada loco con su tema) y saber que hay en el puerto, al caer de la tarde, una nave que aguarda con nuestro nombre, sólo para nosotros, igual que le aguardaba a Telémaco en aquellos versos. Y los amigos junto a ella. Una nave nueva, no desgastada por las olas, y qué importa que el tiempo haya desgastado ya su símbolo. Sentir, de pronto, que uno es el protagonista de su propia aventura. Una navegación humilde, sin lestrigones ni cíclopes ni sirenas ni nada parecido. Pero, a cambio, con el terrible deslumbramiento de lo real. Así debió de sentirse Telémaco aquella tarde ante su propia nave, mientras los pretendientes, esos capullos institucionales, se desplomaban junto a su cansado símbolo en la inacción, el tedio y la modorra de los palacios. Sentir, de pronto, el olor de la sal y la brea, a salvo de todo símbolo.

Les deseo una feliz Navidad y una nave en el puerto a todos mis lectores, y les dejo con esos versos de Homero. Por una vez en el año, con el gran placer de no traducirlos.

***
«Τηλέμαχ’, ἤδη μέν τοι ἐυκνήμιδες ἑταῖροι

ἥατ’ ἐπήρετμοι τὴν σὴν ποτιδέγμενοι ὁρμήν·

ἀλλ’ ἴομεν, μὴ δηθὰ διατρίβωμεν ὁδοῖο.»

ὣς ἄρα φωνήσασ’ ἡγήσατο Παλλὰς Ἀθήνη

καρπαλίμως· ὁ δ’ ἔπειτα μετ’ ἴχνια βαῖνε θεοῖο.

αὐτὰρ ἐπεί ῥ’ ἐπὶ νῆα κατήλυθον ἠδὲ θάλασσαν,

εὗρον ἔπειτ’ ἐπὶ θινὶ κάρη κομόωντας ἑταίρους.

τοῖσι δὲ καὶ μετέειφ’ ἱερὴ ἲς Τηλεμάχοιο·

«δεῦτε, φίλοι, ἤια φερώμεθα· πάντα γὰρ ἤδὴ

ἁθρό’ ἐνὶ μεγάρῳ. μήτηρ δ’ ἐμὴ οὔ τι πέπυσται,

οὐδ’ ἄλλαι δμωαί, μία δ’ οἴη μῦθον ἄκουσεν.»

ὣς ἄρα φωνήσας ἡγήσατο, τοὶ δ’ ἅμ’ ἕποντο.

οἱ δ’ ἄρα πάντα φέροντες ἐυσσέλμῳ ἐπὶ νηὶ

κάτθεσαν, ὡς ἐκέλευσεν Ὀδυσσῆος φίλος υἱός.

ἂν δ’ ἄρα Τηλέμαχος νηὸς βαῖν’, ἦρχε δ’ Ἀθήνη,

νηὶ δ’ ἐνὶ πρυμνῇ κατ’ ἄρ’ ἕζετο· ἄγχι δ’ ἄρ’ αὐτῆς

ἕζετο Τηλέμαχος. τοὶ δὲ πρυμνήσι’ ἔλυσαν,

ἂν δὲ καὶ αὐτοὶ βάντες ἐπὶ κληῖσι καθῖζον.

τοῖσιν δ’ ἴκμενον οὖρον ἵει γλαυκῶπις Ἀθήνη,

ἀκραῆ Ζέφυρον, κελάδοντ’ ἐπὶ οἴνοπα πόντον.

Τηλέμαχος δ’ ἑτάροισιν ἐποτρύνας ἐκέλευσεν

ὅπλων ἅπτεσθαι· τοὶ δ’ ὀτρύνοντος ἄκουσαν.

ἱστὸν δ’ εἰλάτινον κοίλης ἔντοσθε μεσόδμης

στῆσαν ἀείραντες, κατὰ δὲ προτόνοισιν ἔδησαν,

ἕλκον δ’ ἱστία λευκὰ ἐυστρέπτοισι βοεῦσιν.

ἔπρησεν δ’ ἄνεμος μέσον ἱστίον, ἀμφὶ δὲ κῦμα

στείρῃ πορφύρεον μεγάλ’ ἴαχε νηὸς ἰούσης·

ἡ δ’ ἔθεεν κατὰ κῦμα διαπρήσσουσα κέλευθον.

δησάμενοι δ’ ἄρα ὅπλα θοὴν ἀνὰ νῆα μέλαιναν

στήσαντο κρητῆρας ἐπιστεφέας οἴνοιο,

λεῖβον δ’ ἀθανάτοισι θεοῖς αἰειγενέτῃσιν,

ἐκ πάντων δὲ μάλιστα Διὸς γλαυκώπιδι κούρῃ.

παννυχίη μέν ῥ’ ἥ γε καὶ ἠῶ πεῖρε κέλευθον.
***

viernes, 17 de diciembre de 2010

Isla de siltolá, 3


Recibo hoy el número 3 de la revista de poesía Isla de Siltolá. Por la amable invitación de Javier Sánchez Menéndez, director de la ajedrezada editorial sevillana, y de mi vecina, amiga y poeta Olga Bernad, del consejo de redacción de la revista, tengo el placer de colaborar en este número con tres poemas inéditos y una reseña del último poemario de Eduardo Moga, Bajo la piel los días.

Agradecido a ambos, y un honor por contarme entre tal elenco de colaboradores. Más información:

http://siltola.blogspot.com/2010/11/isla-de-siltola-numero-3.html

martes, 7 de diciembre de 2010

4.48 Psicosis (Por Dimitra Kontou)


Que el dueño de este blog viaje a París no es una noticia transcendente, supongo, para mis lectores. Ni tampoco el que no vuele desde la gloriosa época de los hermanos Montgolfier. Pero sí aprovecho para hacerles una recomendación. El próximo viernes diez tendré el honor de ver a una gran actriz sobre el escenario, Dimitra Kontou, representando, re-creando el difícil monólogo de Sarah Kane 4.48 Psicosis, bajo la dirección de Telmo Herrera. Dimitra Kontou tiene una capacidad innata y asombrosa para emocionar y devolver en justicia la poesía a su estado natural de acto puro, de voz y gesto. La obra en cuestión se ha representado durante el pasado noviembre pero, dado el éxito de público y crítica, se ha extendido a los días 10, 16 y 23 de diciembre.
Si alguno de mis lectores está por París esas fechas creo que no debería faltar a ninguna de esas citas, porque tendrán el raro sabor de lo irrepetible, lo que se guarda como un tesoro en la memoria.

jueves, 4 de noviembre de 2010

¿Helenista?


Recojo las hojas de la gramática griega de Berenguer como el que junta un azar destartalado de días. Un nuevo remiendo para un libro viejo. Tal vez, en otra vida posible, otro ejemplar intacto esté esperando su eterno turno de desguace. Pero este pulcro afán de cuadernillos y de tablas vivió conmigo y se desencuadernará, fatalmente, con mi vida. Terminé por adoptarlo o él me adoptó a mí. Un desconocido escribió con mis manos mi nombre en la primera página. También una fecha, seguramente impostada, para consignar el legendario día del comienzo. Cualquier día, de hecho, hubiera podido ser el primero. Vivió conmigo este libro, sí, y supo volverse amarillo por igual con el amor o la esperanza. Mi ignorancia terca, mi continuo miedo a la desmemoria lo fueron deteriorando, oscureciendo, contaminándolo de mí, poblándolo aquí y allá de un tráfago de huellas dactilares. Surcos del miedo a no saber, o a no saber aún lo suficiente. No dejo de acudir a esas hojas para confirmar, entre zozobras, que todo está en su sitio, perfectamente tabulado, que el verbo τίθημι se sigue conjugando igual que ayer o antes de ayer, o cuando Quevedo y Góngora se intercambiaban sus brillantísimos insultos. Inalterable en la luz del sí o en la esquina más procaz del desconsuelo. Que ningún horror sobre la oscura tierra haya rozado siquiera esa sonrisa encerrada en su redoma, por la que tantos y tantos labios han pasado para confundirse al final con el gran río de las voces. A veces me acomete un sueño horrible. Estoy en medio de una plaza colmada de gente. Estoy desnudo y todos me señalan, porque no sé conjugar, de repente, el verbo τίθημι. Y entonces algo muy delicado y vulnerable en mi identidad se desploma, como el orgullo de un boxeador derrotado. Si Borges dijo en algún lugar que el olvido es una parte de la memoria, el griego, entonces, es una parte inagotable del olvido. Y pienso ahora en la inteligencia apasionada de Michael Ventris, en sus laboriosos insomnios sólo para arrebatar en su despacho una palabra griega al silencio del mundo y la materia, a ese negro pedazo de arcilla micénica donde transitara la jornada anodina, la vida indescifrable de un escriba. Y hubo una noche en que el mundo, a coro con Ventris, recordó en justicia una palabra griega que significaba "mesa". Pudo ser aquella noche o esta noche o todas las noches posibles (¿la recordaría Ventris, también, cuando se mató en su coche?). De hemisferio en hemisferio, el mundo, giratorio confidente de sí mismo, se regala al oído una palabra griega, tocada aún con el primer rocío y esa leve alegría triste del amor que comienza. Y yo recojo las palabras griegas de mi vida como el que busca y busca los más hermosos márgenes de la noche, la hipotética forma definitiva de su edificio. Y no tengo más clara conciencia de escribir en español como cuando, a un lado y otro de este cauce de palabras a tientas, advierto el infintito acecho del griego con todos sus brazos o presagios. Y pienso, por poner un ejemplo sobre la mesa, en tus grandes ojos negros, más allá de las máscaras que ríen o que lloran sin solución de continuidad. Más allá de ese rosario de vidas a través de las que hablas y te mueves. Pienso en tus ojos como el que pasa por un largo umbral de sombra, o se imagina sombra, un Sócrates vagabundo rodeado de gatos, a punto de transfigurarse también en gato suburbano y paradójico, incordiando la luna con preguntas, asaetado de calles en cualquier ciudad donde sólo habita tu ausencia. Y pienso en esas calles como los esmerados trazos que fijara el escriba para mayor gloria del insomnio. Y en la oscura arcilla de Micenas. Y en la noche como una infatigable mesa, sus palmas abiertas, de pronto inflamadas de mirtos. Y pienso en tus ojos y en qué forma tendré si tus ojos me piensan. O si me miran realmente. O si, en el fondo, están mirando más allá de mí, escrutando, desordenando los días recorridos fotograma a fotograma. Transparentándome hacia la norma tajante del horizonte. Recojo las hojas de la gramática griega del otoño, y escapan de mis manos al cielo con un repentino pálpito de alas extendidas. Donde tu voz y los siglos van labrando, tan delicadamente, su absoluto. Donde mi casa. Mi extraña casa.

jueves, 28 de octubre de 2010

Juana

La muy joven poeta Juana García Noreña ganó el Adonáis del 50 con su Dama de soledad, delicado y melancólico cuadernillo. No tardó en conmoverse el paisaje literario de entonces, y el aire ya repetía maravillas, como si los pájaros hablasen o las estatuas bajaran de sus pedestales. Juana recibió elogios de todas partes: léanse, por ejemplo, los cariñosos comentarios de Gerardo Diego o las efervescencias ultramarinas de Juan Ramón en el volumen que el primero dedicó a los anales del veterano certamen. Pero el final de la historia, si es que tuvo alguno, está bien registrado en el anecdotario descacharrante de la poesía española. Juana no era Juana, y las crecientes sospechas apuntaron unánimes hacia José García Nieto. Bien es cierto que hubo quien defendió una versión alternativa --creyente-- de los hechos, probablemente al dictado del propio García Nieto. Como toda mentira bien urdida, ésta termina por hacer brecha en la realidad, y se llega a asegurar, testigos mediante, que Juana había escapado de la canalla poética y buscado amparo como secretaria de una escritora madura, aportándose así esa pizca de sal lésbica que redondeó maravillosamente la parábola.

No sé por qué estos días me ha dado por pensar en la pobre Juana. Es triste que ahora se la recuerde más por la anécdota que por sus versos. Es triste que siempre se hable más de poetas que de poemas, como si quisiéramos siempre que los poetas fueran, inagotablemente, su propia pose, condenados al infierno de la autoría. Parece que a Juana no le perdonaron que tuviera más pelos en las pantorrillas de lo que se le supone a una tierna adolescente. De igual manera que a otros poetas no les toleran su ideario político, su condición sexual o la talla de sus pantalones, a Juana la condenaron por el pecadillo venial de no existir. Pero la poesía es la que inventa al poeta y no al contrario. La poesía es voz, y esa voz se parece a una conciencia: es conciencia, a veces masculina, otras femenina, según qué juegos. Al cabo, poco importa si García Nieto creó a Juana García Noreña, o si fue ella quien dio vida al director de la revista Garcilaso. Las dos posibilidades, de hecho, se me antojan perfectamente verosímiles. Sin duda, ambas sucediron a un tiempo.

martes, 5 de octubre de 2010

Un apunte sobre Macedonia de rutas


Desde que descubrí que Cercedilla era el limbo, y que yo formaba parte de él, no he dejado de encontrarme aquí a los personajes más curiosos. Una vez conocí a un capitán de submarinos retirado que me confesó, tras la indulgencia de unas cuantas cervezas y un par de gin-tonics, que había perdido la fe en Dios de sus ancestros marinos y que ya sólo creía en el National Geographic. Aún no se había inventado el Google Earth, que es la definitiva herramienta de dios, pero los motivos de esa nueva fe se me mostraron tan elementales como un periscopio que asoma su vertical incordiando el horizonte. Tanto vagar por debajo de las aguas, sigiloso y recoleto, parasitando las rutas de navegación de los mortales, y va y se da cuenta, al final, de que se irá al nicho sin conocer mundo. Al menos el mundo que vieron los que navegaban, homéricos, sobre el nivel del mar. Pero se trata de una mala conciencia geográfica muy extendida. Yo soy muy capaz de profundizar en ella, sobre todo bajo estas melancolías estacionales. Pero, ¿por qué se viaja?, podemos preguntar desde un octubre cualquiera. Debe haber motivos de peso, en el fondo, una especie de causa primera para iniciar la compleja maquinaria de la partida. Se ha viajado para crear imperios. O para destruirlos. Y para salvar a la pricesa del dragón. O viceversa. Se viaja para encontrar el amor o huir de él. En suma, como escribió Ray Bradbury, para desenterrar algo o enterrar algo. Odiseo, viajero por excelencia y náufrago por vocación, sólo quería volver a su casa, aunque el empeño le trajo no pocas distracciones y extravíos.

¿Y a cuál de esas posibilidades respondería el viajero que Antonio Rivero Taravillo representa en Macedonia de rutas, reciente y notable libro de viajes de su autoría? Tal vez un poco de cada. Podríamos añadir también, como pizca de sal, ese raro espécimen que es el viajero ocioso, casi lindando con el vagabundismo, a la manera de los caballeros artúricos. No confundan a esta última variedad con el turista, el cual no viaja sino que se teletransporta. Aunque hoy en día todos vamos más rápidos a los sitios, el viaje requiere un proceso, una delicada gradación de matices entre el punto A y el punto B y una capacidad de asombro demasiado complejos para el turista o su maniqueo proyector de diapositivas.

Confieso que Macedonia de rutas, si no me ha reconciliado del todo con viajar o los que viajan (por pura envidia hacia el autor, más que nada) ha conseguido reconciliarme de pleno con los libros de viajes, género que de hace algún tiempo tenía bajo sospecha. Recomiendo degustar el libro en lectura desordenada, azarosa. Hay lugares, muchos, cuya variedad no desmiente la gula del título. Está (cómo no) Irlanda, y la última Thule, y Francia, y Bretaña en Francia con los ecos siempre del gran Cunqueiro, y Roma, y la Sevilla de Cernuda y los secuoyas del Nuevo Mundo. Y una inagotable erudición arborescente que en ningún momento agrede ni se hace áspera, sino que fluye y reconforta como un buen trago de single malt a la tarde. Una prosa, en fin, tremendamente grata y que sabe ganarse a pulso la atención y el asombro del auditorio desde ese lugar del pub donde, de pronto, el murmullo sucumbe a las viejas historias.

Hay lugares, sí, que son, más que lugares, literatura. Y así los acoge el lector. Poco importa que Rivero Taravillo haya estado de verdad en los sitios de que habla. Las fotos que ha ido colgando en su blog todos estos años pueden estar manipuladas con el photoshop. Igual ha falsificado sus billetes de avión o barco. Pero eso es lo de menos. Lo importante, lo meritorio para este poeta y traductor de poetas es que ha conseguido trazar una perfecta e íntima poética, más ilustradora de su obra que cualquier posible ensayo de abstracciones o deambular teórico. Una poética en forma de geografía, concreta de ciudades y de nombres.

***

Macedonia de rutas, de Antonio Rivero Taravillo (Paréntesis, 2010)

sábado, 7 de agosto de 2010

El formato

Circula hace algún tiempo cierta corriente crítica que postula, profetiza y de vez en cuando practica la literatura fabricada con las nuevas tecnologías o alentada por ellas. Ya que las tecnologías son nuevas, esta literatura ha de resultarnos también nueva y mucho más avanzada que la literatura de doña Emilia Pardo Bazán, cuyas novelas, como sabemos, eran analógicas. Una literatura tan nueva ha de reclamar la atención del noviciado hacia la crítica que saluda los logros de avance con todos sus imperativos teóricos (o viceversa) de gala. Confío en que alguien sabrá disculparme el trazo grueso de mi enunciado, pero no acabo de comprender, atrapado como estoy en la impropiedad del lenguaje y en las decadentes mitologías, qué clase de relación necesaria puede darse entre la literatura, que se hace con palabras, y las nuevas tecnologías, que se componen de binarios, cables, microprocesadores y el cuñado que le instalará, aunque se resista, la última versión pirata del Photoshop. Miro con preocupación a mi teléfono móvil de 19 euros, que sólo puede llamar y recibir llamadas (en el peligroso límite de ser teléfono) y me pregunto, en esta caverna, si me estaré perdiendo algo por no tener el último tecnojuguete.

Los pelanas hackers, a quienes tanto debemos en términos de libertad, suelen llamar lamer a un espécimen de «usuario final», predilecto manjar de las corporaciones de software que, por haber logrado grabarse dos macros en un word, ya se siente capaz de refundar toda la ingeniería informática. A diferencia de un usuario honesto que ha de convivir varias horas al día con un ordenador, o de ese otro que, con igual honestidad, se reserva el derecho de aprender libremente, el lamer es un ultra-usuario, un enteradillo del que conviene precaverse en cuerpo y máquina y, en última instancia, un pelma con botones. No hay duda de que esta nueva ciber-crítica de que hablo adolece de una buena dosis de lamerismo. Ven sólo lo que las multinacionales quieren enseñarles, el último juguete que los tendrá entretenidos un tiempo, con un éxtasis exagerado, muy de plaza y pilón, ante los vaivenes tecnológicos.

Lo peor es que detrás de todo ese vistoso cortinaje de pantallas y quincallas no nos están aguardando, me temo, las nuevas tecnologías para celebrar el progreso a coro, sino una obsesión, ya no tan nueva, por lo que podríamos denominar (si nos divierte insistir en la jerga digitalizante) el formato. La moda es hablar muchísimo de los nuevos formatos frente a los viejos. Pero el formato sólo es una variante más del contexto histórico. En crítica literaria, caer en una concepción en extremo historicista es un pecadillo ingenuo que ya tiene su sabor de época, y el traginar teórico que nos ocupa tiene un retintín historicista desde el momento en que defiende la inmanencia de la literatura a su formato, cuando éste no deja de ser, al cabo, un mero accidente. Si se nos inflama la mirada histórica nos condenamos a presentarnos como unos puristas de gabinete, defensores sin tacha de una lectio divina frente a la ignorancia del lector desubicado que ha perdido el contexto como quien pierde un tren.

Pero si la obra literaria puede ser en justicia de alguien, lo será siempre de los lectores desubicados que pueda tener a lo largo del tiempo. De todos y de ninguno. Porque la obra literaria, en su impureza, es una pura y constante desubicación, sucesiva anacronía. Una tragedia de Esquilo no es la misma (si hablamos simplemente de formato) para el lector de hoy que para el público de Esquilo o para el propio Esquilo. Puede que tampoco para el lector que fui hace diez años frente al que soy (o intento ser) ahora. Tal vez, incluso, todo vuelva a cambiar si alguien distinto de mí me dice mañana en un bar cuatro versos de esa tragedia. Ni mejor ni peor, pero siempre, leal traidora, encontrándose a sí misma en su propia (mi propia) mudanza de piel o de paisaje. El formato mañana puede ser, sí, una tertulia improvisada de bar. En otro tiempo, una aburrida clase de griego. Hace más de dos mil años estaba construido a base de unos entramados culturales y cualtuales que se nos escapan. Mero objeto de arqueología, como Facebook pueda serlo de aquí a un tiempo, seguramente más breve de lo que los griegos tardaron en olvidar sus teatros y sus máscaras.

miércoles, 2 de junio de 2010

Apunte (14)

Tuve una vez un amigo que quería romper el soneto. Ingenuo de mí, yo no quería otra cosa que componer sonetos, así que pronto notamos una importante discrepancia de objetivos entre ambos. Y sin embargo es por eso, precisamente, por lo que nos hicimos tan amigos. No hay mejor compañía para un idealista que la de un materialista. Uno ve ahora aquellas escaramuzas subterráneas de facultad con una cierta ternura. Me divertía ser cómplice, eventualmente, del vandalismo libertario, aunque no me lo acabara de creer del todo y siguiera con mis sonetos del Ancien Régime en paralelo. Fue la época gloriosa de la invención del soneto de versos de una sílaba (a los efectos dos, pues eran todas tónicas sin remedio, como bien sabe quien ha leído a Quilis), jueguecillo al que me presté hasta que empezó a aburrirme. A las 24 horas, calculo. Y entonces sobrevino la época, no menos gloriosa, del soneto invertido, tanto en vertical como en horizontal. La primera opción la superamos pronto por ser demasiado obvia. ¿Pero qué decir de un soneto donde las rimas estuvieran al principio de los endecasílabos? Lamentablemente, nadie tuvo oído suficiente para comprendernos. Ni siquiera nosotros. Ni mucho menos su novia, a quien iba dirigido gran parte del corpus experimental de los dos agitadores.

Hace años que no sé nada de mi amigo, ni tampoco si logró liquidar, por fin, a ese maldito monstruo de catorce tentáculos (ni uno más ni uno menos, ahí radica su espanto). Pero, al margen de que éramos unos pardillos, acaba imponiéndose tarde o temprano una perogrullada clarísima. Probablemente, segundos después del nacimiento mítico del primer soneto de la historia, todo el mundo ya sabía que se podía romper. Claro, idiotas, lo difícil, lo divertido de verdad, es procurar que no se rompa. Es demasiado fácil retorcerle el cuello a un cisne. Y quien hiciera tal cosa no sólo sería un cabronazo, sino también un inquietante snob. Pero hay más. Probablemente todo gran poeta (y no bachiller tardío) que ha escrito sonetos ha sabido cómo romperlos, de la única forma posible, desde dentro, sin que nadie se diera cuenta. El último gran sonetista español, Blas de Otero, los rompía divinamente para dejarlos intactos. Por eso escribía tan bien en verso libre (o liebre) cuando quería. Me asusta ver cómo el colectivo hipotético de los poetas jóvenes no se acuerda apenas de Blas de Otero. Igual no quieren, o no saben, o les da vergüenza hacer sonetos. Puede que les asuste la libertad.

viernes, 21 de mayo de 2010

Poesía y traducción (nuevo laberinto en DVD Ediciones.com)


Como toda forma de arte, la poesía es celosa de sus márgenes. Sucede --cuando sucede-- indivisible de su propia voz, como sujeto y objeto de la memoria. Recordar un poema memorable es volverlo a producir, aunque la voz, en ocasiones, sea hipotética, quizás un falsete modulado por el paso del tiempo o los hábitos comunales. La voz (o el habla, si preferimos la mitología saussuriana) es el límite y la materia del poema. La traducción, entendida en rigor como el volcado de significados a otros moldes lingüísticos, sería por tanto ejercicio improcedente y estéril para la poesía, que tiende a la simpleza de lo elemental y, en consecuencia, es impermeable al escrutinio analítico que se requiere en un traductor. Sin embargo, esta condición no ha impedido que la poesía haya sido inagotablemente traducida de lengua en lengua desde antiguo. O, para entendernos mejor, desde que los poetas romanos se erigieran en lectores apasionados (extremos, diría Eduardo Moga) de los poetas griegos.

Pero quizás nunca se haya vendido tanta poesía traducida como en estos últimos tiempos de nuestro país, hecho que debería llevarnos a alguna reflexión. Acaso estemos ante un espejismo, el de la presunta portabilidad de la literatura y ese extraño especimen de lector moderno y cosmopolita, ávido de acceder a todas las tradiciones poéticas, demandando una producción en masa cuya mejor caricatura bien podrían ser los pobres algoritmos del traductor de Google. El lector moderno, desesperado por pulsar el botón que le desvele todos los códigos, tiende a olvidar que el traductor de poesía no es un engranaje de sapiencia gramatical a su servicio. Mejor asumir aquí el vocablo "traducción" en toda su impropiedad, pues la poesía es maestra de impropiedades lingüísticas, de contradicciones y encrucijadas. Asumirlo y aceptarlo como un juego, una mitología más, lo mismo que si nos dejamos llevar de grado, cuando apetece, por la superstición de los géneros literarios, o las fábulas de los filólogos y los diccionarios en torno a ese raro néctar llamado "fidelidad al original". Pero el poeta que traduce no es ni un traidor ni tampoco un mensajero altruista. En el fondo no sabemos quién es en su instante legendario de creación. Tal vez se parezca a un viajero maniático y obsesivo. Quien lee su trabajo no accede tanto al lugar de destino, el esperado desciframiento de la voz extranjera, sino a esa enfermedad que es el propio viaje. Y el poema, lo que queda, no es fiel a nada sino a sí mismo, un objeto más, inocentemente amoral frente a la realidad intraducible a la que, sin embargo, pertenece.

Hemos incluido en este nuevo laberinto a ocho poetas que escriben en español junto a un variado grupo de poetas traducidos por aquéllos. El propio juego del laberinto propicia la confusión de causas y efectos, y cada texto bien podría leerse en términos absolutos.

***

Los poetas traductores encerrados en su laberinto (por orden alfabético):

Antonio Rivero Taravillo

Carlos Jiménez Arribas

Eduardo Moga

Ibon Zubiaur

Jeannette L. Clariond

Jordi Doce

Manuel Moya

Miguel Casado


lunes, 12 de abril de 2010

G y punto


Los poetas del 27 reivindicaron a Góngora proscrito y se orinaron (como es fama) contra los muros de la Academia. Pero al margen de las testimoniales micciones y las misas pagadas con sorna por el eterno descanso del cordobés, junto a otros gestos que engrosan el anecdotario canónico de la generación, no debemos olvidar lo saludable, siempre, que resulta acusar esos complejos humores y amores. Tal vez Góngora no sea el más gongorino de los poetas españoles; igual no fue otra cosa que el alter ego de Quevedo una vez que a don Francisco le picara una cariátide radiactiva. Pero su defensa, y su reinvención, es toda una declaración de intenciones y dice mucho de una generación de poetas. No es lo mismo, no, requerir a Góngora que a Manuel Machado. Los efectos, en ambos casos, son incompatibles. Góngora supone la voluntad retórica. Nos previene contra la hipertrofia del yo y la excesiva financiación del sentimiento. Desarbola las estridentes bielas del sentido. Nos restituye en justicia el lujo del lenguaje por el lenguaje, su aristocracia acústica. Pasear por entre las palabras como quien se deja llevar por una verbena, y monta en todas las atracciones, a cada cual más novedosa y arriesgada, sin perder la sonrisa y el bullicio, pero manteniendo a salvo esa larguísima procesión que va por dentro. Góngora es una verbena, pero una verbena de relojería. Los fanales y las flores cesarán a una de acuerdo con el estricto programa de festejos. La condición necesaria de la muerte que preside la música.

domingo, 14 de marzo de 2010

That Condor moment...

Si Vd. tiene menos de 18 años, no siga leyendo esta entrada


Pensar en mixturas inglesas para fumar en pipa es pensar (para bien o para mal) en una clara presencia de latakia. El alto paladar del Imperio, en su histórico escoramiento hacia el antiguo Oriente, no tardó en verse domado por los sahumerios de ese tabaco sirio, después chipriota, que tanto molestaba a las damas con su acento a arbusto quemado o neumático viejo. No se puede entender la obra de Kipling, por ejemplo, sin latakia. Yo adoro el latakia y lloré, en su debido momento, las lágrimas precisas por la desaparición del Balkan Sobranie, el "aliento de Dios". Y volví a decirme, impostadamente nostálgico por un Oxford donde nunca hice de zángano, estos versos de Betjeman que alguien debería colgar a la entrada del cielo de los zánganos:

Balkan Sobranies in a wooden box
The college arms upon the lid
Tokaji and sherry in the cupboard ...

Pero hay también una isla, un curioso territorio de resistencia en medio de tanto furor latakioso y victoriano: los tabacos al gusto de Lakeland, como dan en clasificar los teóricos del humo. La región de los lagos, en efecto, viene produciendo desde antiguo unos tabacos de un temperamento muy propio. Virginias oscuros y potentes, tal vez con algunas briznas de burley o de Kentucky, todo ello cocinado y recocinado mediante ocultas recetas para concluir en unos aromas y unos sabores francamente impermeables a la clasificación. Pero lo realmente peculiar en esta técnica parecen ser los ingredientes ajenos al tabaco. Es sabido que los centroeuropeos y escandinavos gustaban de tratar sus mezclas con cosas que se comen o se beben: ron, melazas, vainilla e, incluso, chocolate. De hecho, yo estoy experimentando sobre una nueva mezcla en esta vía que bautizaré Piquero's Mixture, en honor de un vecino poeta y pipador, mezcla de la que daré oportuna cuenta en otro momento, si tengo éxito. Por contra, nadie sabe lo que los tabaqueros de Lakeland le echan a su marmita, pero hay un cierto consenso en que son sustancias que pocos se atreverían a ingerir: más bien inducen, por hábito social, a rociarse con ellas la piel o el cuero cabelludo. Como el haba tonka, uno de las pocos elementos declarados en tales fórmulas, muy preciada (dicen) en las fábricas de cosméticos.

El abanderado de las labores de Lakeland es, sin duda, el Condor, rara avis todavía dentro de su especie. Es abrir una bolsa de Condor, acercar la nariz a esas renegridas láminas de acaso tabaco y nuestro olfato simbólico se desploma en medio de una tienda de perfumes. Pero no de ahora, no, sino de hace cien años por lo menos. Sé que hay señoras muy decentes, mirándonos desde el color sepia de los álbumes, cuyo amoroso abrazo amurallado, o la blancura intachable de su combinación, olería igual igual que el Condor Original Long Cut. Pero el Condor es también un tabaco de pueblo llano, de innegable, diáfano ambiente marinero. Es el tabaco por excelencia de las tabernas portuarias. El contraste de paisaje es tremendo frente al latakia, que lleva en sus hebras corrupción y aristocracia, borrascosas institutrices, despachos siniestros, bibliotecas prohibidas o la cámara clausurada de algún faraón de sospechosa muerte.

Sé que en mi vida paralela de capitán de navío mercante fumo Condor sin parar en las largas travesías, confundiendo en cada puerto a las gaviotas y a las mujeres de vida alegre con ese humo jabonoso de Lakeland. A este lado del espejo, sin embargo, le tengo sólo un brezo reservado, el de una Salvatella cascada que ya lleva sus años de servicio. Porque es un tabaco orgulloso como un viejo lobo de mar, y no permite que se fume nada después en la misma cazoleta. Ni el latakia, ni el azufre del infierno siquiera, podría borrar su memoriosa huella. Me gusta recurrir a él, algunas veces, cuando quiero darme un contundente viaje nicotínico de mi mesa al sofá. Y del sopor del sofá directo, sin barco ni uniforme ni plan preconcebido, hacia los mares del sur.


martes, 9 de febrero de 2010

Apunte (3)

Hay escritores cuya poética les precede como a otros la fama de su vida goliardesca. Como una maldición. Mis discrepancias con los apriorismos estéticos de Agustín Fernández Mallo es múltiple y variada. Asunto que ni me quita el sueño ni creo que tampoco desvele mucho al autor gallego. Cada pájaro en su nido y, si hay debate, con perdón de la rima, bienvenido. En todo caso no creo que estos excesos teóricos sean malos ni tan siquiera para quien los produce. Recordemos que las opiniones más desnortadas sobre la poesía de San Juan de la Cruz fueron las del propio San Juan de la Cruz. Afortunadamente, como gran poeta que fue, pudo zafarse sin difilcultad de eso. ¿No sería deseable que algunos críticos también dejaran de lado sus prejuicios y se guardaran sus no del todo declarados desencuentros personales a la hora de considerar la obra de alguien? Parece mentira que a estas alturas tengamos que recordar lo que es de cartilla básica. La literatura de Fernández Mallo, como la de cualquier escritor, tiene derecho a un juicio justo y limpio.

sábado, 23 de enero de 2010

Kafka (y van 7)


La revista Kafka vuelve a conectar el motor de curvatura y lanza al peligroso ciberespacio literario su flamante número 7, más chulo que un 8, para llegar a donde nadie antes ha puesto el pie. En el puente de mando capitanean, como siempre, los almirantes Álex Chico y Sergio Sastre. Aparte de una reseña a cargo de un servidor del poemario de Julián Cañizares Mata, Sustituir estar, podrán encontrar esta tremenda y aguerrida tripulación:

Poemas de Sofía Castañón, Javier Pérez Walias, David Vegue y Sergio Gaspar. Una extensa y sabrosa entrevista de Álex Chico a Javier Cercas. Artículos de Manuel Simón Viola, Sergio Sastre y Segundo Tercero Iglesias. Y Relatos de Fernando Clemot, Francisco Rodríguez Criado, Araceli Esteves Castro y Juan Salido-Vico.

Imprescindible número 7.

(Arriba, foto del señor Salido-Vico regresando de una de sus misiones)

lunes, 18 de enero de 2010

Calipso (un viejo poema)

De las llanuras del oscuro ponto,
de la mudable ley de viento y luna,
llego a la dulce rada de tus brazos.
.........Ponte de oscura.

Ponte las medias negras, teje el vértigo
de la alta seda, y lenta vierte el vino
sobre tu piel, y bajo las estrellas
.........baila, Calipso.

El mundo canta al fondo de tus ojos
el verso azul y la canción profana.
Déjame hundirme en ti, que aullando vienen
.........las horas pálidas.

En tu cintura se aboveda el tiempo
y es medianoche siempre entre tus piernas.
Aunque un desnudo sueño seas, quédate
.........sólo con medias.

***

sábado, 16 de enero de 2010

La xarxa encomanada, de Josep Carner, con una versión de Gerardo Diego


Vull anar a la pesquera en nit de lluna,
quan tot serà pintat d'encantament,
amb la rosa al capell, com signe d'una
ànima fresca, abandonada al vent.

Dansarà com podrà la barca bruna:
estel ni calafat no n'han esment.
Jo hi aniré pescant, a la fortuna,
paraules en neguit de pensament.

I com que amor es passa de soldada,
mai no serà l'art meva carregada
de peix que es dol en cuejants combats.

La xarxa des d'avui encomanada
tindrà un miler de resplendents forats
sense senyal de corda pels costats.

***

LA RED

(Gerardo Diego)

Quiero ir de pesca en noche azul de luna.
Todo será fulgor de encantamiento;
la flor en el sombrero, signo de una
alma vacante, abandonada al viento.

Y que dance en vaivén la barca o cuna,
de estrella y calafate el ritmo exento.
Que yo me iré a pescar ---azar, fortuna---
palabras con temblor de pensamiento.

Y pues que Amor no entiende de soldada,
no han de arrastrar mis artes la pesada
plata viva de peces en traíña.

La red que hoy encargué, virgen de oficios,
será un pálpito, un brillo de orificios
y sin señal de cuerda que la ciña

miércoles, 13 de enero de 2010

La matraca del libro electrónico

Hace casi un año publiqué este artículo en la página web de DVD Ediciones. Desde entonces poco o nada han variado mis opiniones sobre el tan manido asunto del "libro electrónico", e-book para los cursis, y ciertas cuestiones aledañas. El tema está de moda y a mí las modas, a la postre, acaban aburriéndome. Simplemente haré constatación de un fenómeno curioso y esperpéntico que se ha ido sumando de forma parásita al debate tecnológico-cultural-embarullado. Un fenómeno alimentado desde ciertos sectores pseudoliterarios de este pueblo llamado blogosfera. Lo ha descrito impecablemente el poeta Juan Andrés García Román en otro artículo publicado también en DVD Ediciones.com el pasado verano:

(...) considero que el internet literario y la sociedad poética en general se han ido poblando de este tipo de individuos obstinados en su contrariedad sin horizonte, en su revanchismo, en su envidia, en su desconfianza y en un ataque contra la oficialidad poética y literaria que podría ser lícito, pero que pierde su credibilidad por su carácter indeterminado, invertebrado y, con perdón, encabronado. Es también común que se ice la bandera de una dudosa diversidad poética y la de la suspicacia y denuncia contra escritores o poetas consagrados o que sencillamente y puntualmente consiguieron publicar en una editorial deseada, sin otra justificación ni causa distinta del hecho de que nuestros singulares literatos de medio pelo no tuvieron éxito o no publicaron nada. La celebración y aceptación del ingenio de otro (sí, ingenio, trabajo también, desde luego, pero ingenio, ingenio; no lo duden más) llega hasta el momento en que éste les rebasa en calidad o reconocimiento, no más allá.

martes, 12 de enero de 2010

Apunte (2)

En el arte, como en el amor, el sujeto se dirige hacia su objeto sin ningún bulto intermediario ni lastre de pensamiento. Sólo el conciso candil de la conciencia que sabe lo que quiere en un instante legendario, por ajeno al tiempo mortal. A no ama a B tras encadenar un arduo proceso deductivo. Ya decían los viejos teólogos que la divinidad no razona; la divinidad ve. Y el amante, que es un dios, es también todo voluntad y todo reconocimiento y todo ojos. A, que no vive en un mundo de causas y efectos, busca desesperada, apasionadamente la unidad en B, indivisible, y obvia los porqués, los cómos, los cuándos y demás impertinencias adverbiales. Si A amara a B a causa de (pongamos por caso) las notables curvas de su trasero o culo, A entonces ya no sería un amante sino un intelectual que disfraza de amor lo que no es más que un llano abanico de categorías. No, la relación ha de entregarse tan fácil y tan elemental como una línea recta. Como con los poemas que nos gustan. No sabemos por qué nos gustan ni gana alguna tenemos de saberlo. Por esa razón, ignoramos qué les falta a los poemas que no nos gustan o (peor) nos dejan indiferentes. Y en ese juego del querer o no querer es donde debería terminar todo, para perdernos después en gratas mitologías, unas veces llamadas "crítica literaria" y otras "canciones de amor al culo de B". Pero hay quien se atormenta con el cilicio de las estéticas a priori o que quiere encontrar un sentido en el poema más allá del propio poema, de su palmaria presencia. Como si el mundo tuviera sentido o quisiera decirnos algo. Se corre entonces el peligro de ser un mal lector. Lo mismo, acaso, que ser un mal amante.