viernes, 25 de octubre de 2013

Un apunte sobre No amanece el cantor

(Este texto se publicó en el número 359 de Quimera. Revista de literatura)

Los poemas que leemos quedan fatalmente contaminados de nosotros, de nuestro tránsito por ellos, de nuestro inagotable presente. Acaso dicho presente no sea más que una finísima línea de sueño entre pasado y futuro, esos inquietantes Scila y Caribdis; y el yo que lee, el acto puro de la voz que lee, un edificio condenado a caer y rehacerse sin parar a partir de sus escombros, igual que en una sucesión de fotogramas o eventos en hilera, como podría haber sospechado el genial Hume. Tal vez por ello, precisamente, nunca seremos los mismos lectores ni los poemas que leemos tendrán la misma luz ni dirán idénticas cosas a lo largo de esa escombrera que llamaremos «vida»; sin embargo, allí estará siempre nuestro precario hogar. Y allí, sin duda, encontraremos los libros de poesía que nos han tocado, no en el canon impersonal, que gira sobre sí mismo, inalterado como el universo de Newton y, por tanto, falaz. Ni en las recensiones de los filólogos, ni en la siempre artificial historia literaria, ni en la casi institucional urgencia de hacer cultura. Bien al contrario: los libros de poesía, como las ciudades o el amor, tienen su propio tiempo y también --¿por qué no?-- su tempo.

Con tal premisa, siempre desde la perspectiva personal y con palabras tal vez más osadas que eruditas, me gustaría dejar aquí unas líneas, atendiendo a la amable invitación de la revista Quimera, del notable libro de poemas No amanece el cantor, de José Ángel Valente (1929-2000), cuya primera edición vio la luz allá por el 1992.

Días aquellos que uno ve ahora, por cierto, entre el cariño, el asombro y el lógico distanciamiento. Por un lado, un servidor comenzaba a escribir poesía con cierta fruición, tal vez demasiada. Tiempos de universidad, de tanteo atolondrado y de leer todo poemario que pudiera caer en las manos, pero siempre felizmente lejos de círculos, escuelas, coros y danzas: prevención que, más o menos, he conseguido mantener intacta hasta el día de hoy. No olvidemos que por entonces, y tras el brillante naufragio de los llamados «Novísimos», se iniciaba en la poesía española un período casi de opereta, donde comenzábamos a asistir a la guerra ya declarada entre dos concepciones de la poesía, contienda que fue tan estéril y artificial como interesada. Primero, porque pocas cosas hay más tristes bajo el sol que ser dueño de una concepción de la poesía y, encima, alimentarla; segundo, porque en este país, y ya desde Góngora y Quevedo (ese curioso Jano Bifronte), las disensiones estéticas generalmente no son lo que parecen, y suelen ocultar un trasfondo mucho más mundano.

Naturalmente, bastó el tiempo y el saber desprenderse de un gran lastre de prejuicios y miradas puritanas de toda índole para que pudiéramos volver a distinguir las voces de los ecos en cualquier parte, por más que a los ecos les encante, en paisajes tan maniqueos, buscar el refugio, el calor y la modorra bajo las faldas de las voces. Siempre ha sucedido así. En todo caso, el lector encontrará ocioso recordar de nuevo hasta qué punto llegó a imponerse en este país no tanto un «tipo de poesía» (es evidente que un reduccionismo tal sería absurdo, y un mínimo sentido común nos muestra qué artificial y, por ello, qué injusta nos puede parecer, como toda etiqueta, la de «poesía de la experiencia») sino, más bien, una idea rectora, siempre gendarme, de cómo tiene que ser el poema, la cual propugnaba que el poeta siempre debería escribir poemas que su prójimo entendiera. Tal directriz nos resulta bastante ridícula y, a la postre, acaba siendo igualmente nociva para todo buen poema, «inteligible» o «no inteligible», si le seguimos el juego a esa jerga tan manoseada y tan poco pertinente en el mero placer de escuchar la poesía, venga de donde venga.

Frente a esa postura monolítica y esa «línea clara» siempre a la defensiva desde sus plazas fuertes, ese «defiéndenos Tintín que nos atacan», que escribió Luis Alberto de Cuenca en un endecasílabo, leer un poemario como No amanece el cantor le llevaba a uno de cabeza, y sin querer, al bando opuesto, que no era otro que el de quienes persistían en su voluntarioso, aunque minoritario, asedio a los baluartes de la claridad informativa. No recuerdo cuándo fue la primera vez que leí ese libro, supongo que en algún momento y lugar de los 90, pero lo cierto es que todo ese escenario de banderías me resultó saludablemente ajeno; y me lo siguió pareciendo cada vez que he podido regresar a aquellas páginas. La luz, como ya dije, puede que sea distinta en cada ocasión de lectura. Pero siempre con el mismo brillo de primicia, y el asombro que me llevó a aprenderme de memoria, sin darme cuenta, no pocos de sus pasajes, con el mismo entusiasmo e idéntica admiración con que también llegué a aprenderme poemas, por poner un ejemplo antípoda, de Julio Martínez Mesanza.

Nunca me planteé que esa poesía en prosa (me molesta especialmente el término «prosa poética») podría representar una concepción del poema, digamos, esencialista; el poema como un objeto de conocimiento y una suerte de clave encriptada para llegar al meollo del meollo de las cosas todas. Lo malo de las claves encriptadas es que siempre surge alguien que siente el raro e ineludible deber de desencriptarlas. Hasta el poeta, incluso, puede convertirse en repentino exégeta de su poesía, sin darse cuenta de lo mucho que puede llegar a estorbar en sus propios poemas. Si al divagar crítico o teórico unimos el mimetismo de los epígonos, podemos acabar, irremediablemente, en la más pesada ortodoxia. En un sahumerio dulzarrón de sacristía donde términos-fetiche como «palabra poética» o «silencio» se sacan todos los días en procesión, entre las exaltadas plegarias de los fieles.

Pero en No amanece el cantor, por suerte, no veremos amanecer tales cosas, ni tampoco en casi toda la poesía de Valente, tanto del primero como del último Valente. Al menos yo no lo he encontrado, pero sí he visto la magia y el misterio intrínsecos a la poesía, en los que siempre es ocioso redundar, de tan palmarios que son. Poesía a la que no le hace falta sacristía alguna. Y la música, presente ya desde ese hermoso título que busca con insistencia al 27. Y la prosa siempre fronteriza con el verso (esos dos términos engañosos, artificiales, tipográficos). Y la agitada y lacerada retórica con que el poeta reelabora la dicción de la mejor mística castellana, pero todo encauzado hacia la elegía y el canto por el ausente (no olvidemos que el libro fue escrito a raíz de la muerte del hijo del poeta). Y la impropiedad, como siempre, del idioma, y las palabras que llevan todo el equipaje de su camino, su colectiva memoria («[...] las antiguas palabras, las ciudades perdidas, el despertar del sol como dádiva cierta en la mano del hombre.»); las palabras que, por ser tan reales (nunca realistas), no pueden sustituir el cuerpo del ausente: «YO CREÍA QUE SABÍA un nombre tuyo para hacerte venir. No sé o no lo encuentro. Soy yo quien está muerto y ha olvidado, me digo, tu secreto.»


En ese cantor que no amanece, que nunca termina de amanecernos al fin, como si el título quisiera permanecer en su secreto, y una pregunta no se pudiera responder del todo, adivinamos acaso esa oscuridad que, como quería Salinas, es necesaria para la propia claridad del poema, para que amanezca el canto. Tal vez esa oscuridad es el no-lugar donde un hipotético Homero pone en marcha, desde el principio de nada, la maquinaria de la musa llamada Memoria. Igual es la misma oscuridad de nuestra garganta que nos reconstruye las palabras, y nos devuelve nuestra voz como ajena y nuestra a un tiempo, cuando leemos desde el sueño de nuestro presente: «[...] Su espejo es la memoria donde ardía. Venir a ti, cuerpo, mi cuerpo, donde mi cuerpo está dormido en todas tus salivas. En esta noche, cuerpo, iluminada hacia el centro de ti, no busca el alba, no amanece el cantor.»