jueves, 22 de marzo de 2018

Hospital

El otro día me tocó ir a consulta rutinaria. Por primera vez en el nuevo y flamante hospital de Collado Villalba, que es uno de esos hospitales de nuevo diseño (al menos en Madrid), más parecido a un aeropuerto, o al Mercadona, que a lo que el imaginario nos tiene acostumbrados en cuanto a estos edificios. Y en mi caso no sólo el imaginario, pues mi madre trabajó en el Ramón y Cajal hasta su jubilación, y eso sí que era un hospital de la vieja escuela. Uno ya sabía que estaba en un hospital nada más cruzar el espartano vestíbulo, cosa que siempre he agradecido. Y es que tengo la anticuada manía de querer encontrarme en los sitios adonde voy aquello que prometen, ya sea un ultramarinos, un banco, una catedral o un club social de mormones nudistas. Qué se yo: una forma más de no perderse en el mundo.

Pero este hospital de Villalba, con sus diáfanas salas, casi sin pasillos, sus tiendas, sus escaleras mecánicas y su atmósfera (digamos) neutra consiguió inquietarme más que otra cosa. Gente, mucha gente, algunos atentos a los monitores en las paredes, otros introduciendo con mecánica resignación la tarjeta sanitaria en unas máquinas parecidas a las expendedoras del metro. Todo muy automatizado, sí, pero lo que me escamó es que no se veían médicos, ateeses, auxiliares, celadores… El personal habitual que tiene por costumbre trajinar por los hospitales, más que nada porque trabaja allí. Se diría que los médicos, con esas batas blancas, las recetas, las alarmas tenían prohibido pisar ese espacio tan cool. Si me diera un infarto allí mismo y me cayera pasmado, ¿saldría algún médico de la nada para atenderme? ¿O me sentiría avergonzado, segundos antes de caer pasmado, por algo tan hortera como ponerse enfermo?

Se suele decir que los hospitales son sitios fríos y asépticos. Pero si hay un lugar frío y ñoño como pocos es ese hospital vanguardista que no quiere ser un hospital. Los hospitales pueden ser tristes, esperanzadores, a veces desasosegadores, pero nunca fríos. Y eso lo descubrí los únicos e irrisorios cinco días de mi vida en que (hasta ahora) estuve ingresado en uno. Son lugares lastrados de una tremenda humanidad: el gran peso de todo aquello que somos gravita allí de una forma singular. Esperemos, en fin, que algún día devuelvan a los médicos y demás personal a los pasillos del hospital de Villalba. Me tranquilizaría bastante. Porque un hospital sin médicos es como un colegio sin niños.