domingo, 30 de junio de 2019

Libros electrónicos y DRM

Imaginemos este caso. Usted ha venido comprando a lo largo de algún tiempo unos cuantos libros en una librería. Llega un día y la librería cierra. Penosa noticia, pero así es la vida. Cualquier tarde, sin embargo, le apetecerá leer o releer uno de esos títulos. Acude a su biblioteca y descubre que el volumen ha desaparecido. Y no sólo ése, sino también el resto de las adquisiciones que hizo en la ya clausurada librería. Pues eso exactamente es lo que ocurrirá cuando Microsoft decida cerrar en poco tiempo (como parece que así será) su tienda en línea de libros electrónicos. Aquellos títulos que se hayan comprado allí y que lleven incorporado un sistema DRM, no podrán volver a leerse por quienes los compraron ni por nadie. El DRM, para que nos entendamos, no es sino un sistema de protección anti-copia, que incluye una licencia de uso donde el comprador, además, debe registrarse con sus datos personales.

Por supuesto, el DRM se puede desactivar y romper fácilmente (hay programas y scripts que lo hacen sin muchos quebraderos de cabeza), pero no es éste el problema de fondo ni tampoco la solución. La cosa viene de raíz. Si lo que entendemos por «libro electrónico» aspira a convertirse en un libro, desde luego que prácticas como imponer este tipo de cárceles y grilletes al comprador que de buena fe (y con su dinero) adquiere el producto no sitúan al formato en el buen camino, precisamente. Un libro es un objeto bien distinto. Diría que hasta un arquetipo o una idea tan simple como la rueda. Podemos leerlo, memorizarlo, anotarlo, contaminarlo de nuestras sucesivas lecturas (vive con nosotros, envejece igualmente con nosotros); podemos copiarlo, prestarlo, regalarlo. Un libro electrónico viene a ser como una página web metida en un contenedor. No debe confundirse con el formato PDF, que nada tiene que ver con esto y que juega en otra liga: el PDF sería, más bien, papel virtualizado, otra historia. Pero el libro electrónico propiamente dicho, incluso los formatos abiertos como EPUB, son parientes pobres del formato con que se crean las páginas de internet. Tienen todas las limitaciones de éstas, pero casi ninguna de sus ventajas, como la cualidad de «texto reciclable» o «reutilizable», que creo es lo esencial de un sitio de internet. No digo que sea un formato inútil. Pero cuando cae en mis manos uno de estos «libros», lo primero que hago es convertirlo a formatos mucho más manuables.

La pelota, en cualquier caso, está en el tejado de los editores. Primero (probablemente por desconocimiento o por estar pésimamente asesorados), aquellos editores que apuestan por el libro electrónico como una vía secundaria, acaban publicando los ebook en formatos cerrados, como el Kindle de Amazon. Y segundo, terminan por aplicarles a sus títulos un sistema de protección DRM, lo cual es algo inaceptable ética y moralmente. El libro real supone un estatus distinto. Lo que Borges llamaba en un verso «el arduo honor de la tipografía». Vender libros electrónicos equivale a vender únicamente el contenido con un formato limitadísimo (con que todo tipo de texto sufre, pero la poesía siempre saldrá especialmente maltratada) y, para colmo, atentando contra la libertad del comprador. La libertad de regalar ese libro, por ejemplo, algo que es imposible con un DRM activo. Y esto nos lleva de cabeza a la pulpa del problema. Los editores, aunque leyes y normativas (sobre las que hay mucho que hablar) puedan decir lo contrario, no son dueños del contenido que editan. Son dueños (y el tiempo que los derechos estén vigentes) de la edición, que es una cosa muy distinta. Como autor, no tengo ningún problema (más bien, agradecimiento) por que se copien y publiquen textos y poemas míos en internet. Siempre y cuando, claro, se haga sin fines económicos. Sí lo tendría (y más la editorial), por contra, si alguien accediera a las galeradas de alguno de mis libros o el PDF de la maqueta que se envía a imprenta y lo publicase tal cual en la red.

Así que aquí va mi recomendación. El software se puede piratear, pero es mejor usar software libre con una licencia que respete la libertad del usuario (que no equivale a software gratuito, ojo) que piratear software con licencias propietarias y privativas. Al césar lo que es del césar. De igual forma, el DRM se puede romper. Pero lo mejor es no comprar libros electrónicos con DRM ni aunque fueran míos ;-), y sí comprar aquellos que respetan la libertad de los lectores.

martes, 25 de junio de 2019

Antes

Qué atardeceres como labios abrasados desfallecían por los cortinajes. Era el tedio en su trono panorámico. Y mil ejércitos que volvían vencidos del silencio. No sé, no puedo saber qué género de sombras bebía de la voz, ni qué abismos en ansias labraban poco a poco el perfil de la música. No sé si yo dormía, si dormía para siempre perdido, leve brizna de nada, exiliado. Eran los largos, los pesarosos, torpes, largos años que pasaban crepitando con su fardo de días y de noches. La soledad soledad que llovía en anónimos hombros, en el invierno, en el limo de los patios, en la piel indefinida de los lunes. Un país yerto, frío, igual que una pantalla inanimada. Pero ni siquiera estas cosas era capaz de verlas. Porque la oscuridad era un terco escarbar hacia uno mismo, un ovillo desencantado o una prosodia sin ángel. Antes, ni los sueños ni los campanarios se sabían de memoria la nítida vigilia de unos ojos. Porque la oscuridad oscuridad era la más desolada de las gestas. Y el mundo envenjecía de puro joven.

(Inédito)

Reseña de Elegías y sátiras, por Álvaro Valverde

Comparto, con mi agradecimiento, esta excelente y generosa reseña de mi traducción de Elegías y sátiras de Karyotakis (Pre-Textos 2018) que escribió Alvaro Valverde para el último número de la revista Clarín, y que reproduce en su blog.


sábado, 15 de junio de 2019

2 hilachas

NO ESTAR

Se ha pasado del ancestral miedo a la nada (la inmensa noche, el gran vacío) a otro abismo más horrible, a un desasosiego más espantoso y desgarrador: el miedo a no estar en Facebook.

*

NO-LUGARES

Una de las cosas bellas y elegantes que tiene el final de Casablanca es que sucede en un mundo donde las despedidas lo eran de verdad. Y además siempre quedará París. Pero si en lugar de eso les hubiese quedado Facebook, probablemente Ilsa Lund y Rick Blaine habrían cedido a la triste inercia, resignados a soportarse en interminables álbumes de fotos y condenados de por vida a felicitarse por los cumpleaños.

viernes, 14 de junio de 2019

Intermitencia

Recuerdo haber escuchado alguna vez al gran Martínez Mesanza definir a la poesía (su relación con la poesía, mejor dicho) como una «pasión intermitente». Y no puedo estar más de acuerdo. En todo caso, ¿hay alguna pasión que no sea intermitente o pasajera? La única pasión sostenida y terca es el big bang. El resto de pasiones, como los terremotos, las tormentas y las furias necesitan su vértice de extasis pero también su momento de amainar y su atardecida. Y es que las pasiones no son sino embajadores en una tierra que les es extraña, e incluso tremendamente hostil: el tiempo. Hay momentos del día, acaso días enteros, en que estoy dispuesto a morir por la causa de la poesía. Otros tantos, ella me importa el más insignificante de los cominos, pues queda relegada o directamente reemplazada por otras pasiones, a las cuales me entrego con el mismo fervor. Creo que esto no sólo es bueno para mi salud mental, habida cuenta de que me tengo por un especimen movido por arrebatos, sino también para la propia poesía. A la postre no es más que la naturaleza y sus ritmos, que comprendía tan bien Arquíloco de Paros, maestro de contrastes y latidos. Con ello quiero decir que me cuesta mucho creerme y tomar en serio a los poetas de 24 horas / 7 días a la semana, y a los portadores de lira a tiempo completo. La poesía sólo debería ser importante cuando sucede, y cada vez que regresa (sin avisar de su llegada, por supuesto) es una fiesta. El resto del tiempo, aunque la mencionemos in absentia, no tiene sentido.

jueves, 13 de junio de 2019

De poetisas

Comentaba el otro día con alguien sobre el rechazo que me causa la palabra «poetisa». Y es curioso, porque el cultismo parece inofensivo y hasta suena como a algo prestigioso y nada vergonzante. Pero ahí está el problema, en que sólo lo parece. Con esta palabra hay algo raro, como un extraño tufillo que no acabamos de identificar y que nos incomoda. Es como esas situaciones de la vida en que todo tiene visos de ser idílico: el entorno, la compañía, etc, y sin embargo no dejamos de mirar de reojo el reloj para poner pies en polvorosa. Por fortuna, la palabreja ya está prácticamente en desuso en el habla común y corriente, y tan sólo queda relegada a a algunas voces engoladas (no me extrañaría nada que Pérez Reverte la emplease alguna vez volviendo de alguna cruzada o de tomarse unos chatos en el bar de la esquina) o a ciertas trincheras del academicismo rancio. Pero por qué, por qué me crispa tanto «poetisa» si es una palabra tan elevada. Precisamente, porque su pecado discurre por las alturas. Sus cuatro sílabas cierran ese campo de concentración de lo puro, lo inmaculado y lo etéreo donde el hombre tan a menudo ha querido ver encerrada a la mujer. A Safo, sin ir más lejos, aún se la sigue nombrando como «la gran poetisa griega». La gran poetisa a la que siempre tenemos el deber de normalizar. Empresa harto difícil, pues siempre aparece una vía de agua cuando creíamos que ya todo estaba bajo control. Por ejemplo, a mediados del siglo pasado, cuando en un desvencijado papiro de Oxirrinco que contenía un fragmento sáfico casi ininteligible se pudo leer de pronto la palabra griega ólisbos. Legiones de filólogos con corbata o pajarita se echaron las manos a la cabeza. Cómo podría escribir eso la «regente de un pensionado para señoritas de buena familia», como así dictaminó de Safo (y probablemente entre ocultas palpitaciones) el imponente Ulrich von Wilamowitz. Incluso don Manuel Fernández Galiano, helenista por el que siento el mayor de los respetos, y que tanto fustigaba estas conductas bochornosas de los adalides de la «cuestión sáfica», no ocultaba su decepción ante la posibilidad (más bien ya evidencia) de que la cantora de las flores y del amor usara una palabra como esa. Y no sólo ya la palabra, sino, en soledad o en compañía, lo que la palabra designaba y que en castellano actual podríamos traducir por consolador. Don Manuel concluía en que, al fin y al cabo, es un fragmento ininteligible, y se nos escapa el contexto en que la palabra fue empleada. Pero —¡ay!— volvemos a caer en la trampa: ese inagotable afán de contextualizar siempre, siempre a Safo y a su poesía. Y hablando de artificios para consolar, tal vez esto sea el consuelo que muchos siempre buscan: una Safo que puedan comprender y encerrar (aunque luego estén los Willamowitz espiando por el ojo de la cerradura).

Vasilévo

Como todo organismo vivo, la lengua griega es tiempo y movimiento, un fluir incesante del que la gramática y la lingüística sólo pueden acertar a contentarnos con el artificio de una cadena de fotogramas, huérfanos todos de su antes y de su después. En esta mudanza fiel a sí misma, siempre me llamó la atención la curiosa evolución semántica del verbo βασιλεύω, que en origen significaba «reinar» para acabar también refiriéndose al sol cuando se pone en el horizonte. Confieso que me sorprendió que se aplicase al ocaso y no a la salida del sol, lo cual tendría más sentido, pero resultaría a la vez más predecible, más triunfalista, más banal y —por supuesto— menos griego. Cuánto más grato, en el fondo, ver la puesta del sol como la totalidad de un reinado que culmina, y al sol mismo como uno de esos reyes que ensombrecen y marchan a la leyenda y al cuento de viejas: acaso porque ya tenían medio cuerpo allí. Y es que βασιλεύω es un verbo con color de oro antiguo, anaranjada y regia ranciedumbre para dar paso a la humana, liberadora, comunal república de la noche.

jueves, 6 de junio de 2019

Mi vida en texto plano

El lenguaje de programación Lisp en que está escrito el editor de texto Gnu Emacs pertenece a la familia de los llamados «homoicónicos», donde los datos se manipulan como código y el código como datos: ambas cosas se alimentan mutuamente, y esta característica les confiere un increíble dinamismo y versatilidad. Para Emacs todo es texto, desde el código hasta la poesía, pasando por la estructura de un árbol de archivos. Las fronteras son siempre (y felizmente) muy nebulosas, y por eso siempre podemos estar cambiando o construyendo cosas nuevas al vuelo. Hasta el modo Org de Emacs es una consecuencia de esto. Se habla mucho por aquí del Org Mode, y es que es el medio con que escribo y organizo (dentro de lo razonable) lo que escribo; pero no sólo lo que escribo: también mis trabajos en tipografía, mis trasteos de código de andar por casa y hasta la lista de la compra. Org fue creado en origen por el astrofísico (y hacker emacsiano) Carsten Dominik, y está mantenido en la actualidad por una muy activa comunidad de desarrolladores. Ésta es su página web, por si a alguien le apetece echar un ojo: https://www.orgmode.org/ Me gusta mucho su lema: «tu vida en texto plano». Muy cierto. Esa preocupación por el formato (más que por la estructura de lo que se escribe) a que tanto han contribuido los procesadores de texto representa la forma más antinatural e incómoda de escribir.

Por supuesto, en Org está también mi traducción de la Odisea, que espero terminar ya por fin este verano. Así se ve el archivo Org que la contiene: simple texto plano. Hay poesía y hay código. Y también notas, apuntes, alguna ocurrencia y un par de poemas «propios» que me surgieron por el camino. Naturalmente, estas cosas no quitan ni añaden mérito, pero es una forma de trabajar a la que estoy acostumbrado desde hace tiempo. Aunque siempre sospecho que si Homero y Safo (por citar a dos iconos de la poesía previa a toda literatura) hubiesen podido escoger, probablemente habrían tirado por Emacs y Org. No me los imagino usando un word, la verdad. Pero (ay) tampoco me los imagino en una vida de texto plano, sino de música.

miércoles, 5 de junio de 2019

Con o sin

Hay una cosa aún más triste que profesar juicios maniqueos o enredarse en sus trifulcas, y es darse cuenta de que podríamos estar combatiendo en la facción equivocada. Hasta ayer mismo yo defendía que la tortilla de patatas debía ser con cebolla. Pero olvidé comprar cebollas y tuve que cometer una herejía. Mientras batía los huevos, imploraba arder en la misma hoguera a la cual había condenado antes a tantos amigos y conocidos en discusiones sobre tortillas, que en general me resultan más interesantes que las que versan sobre poesía o poetas. Luego (todo hay que confesarlo), la herejía resultó bastante sabrosa y tan redonda como el halo de santidad que ya gravitaba, triunfante y piadoso, sobre mi cabeza. Aristóteles, sin embargo, bien pudo escribir (probablemente lo hizo y se perdió) que las tortillas con cebolla o sin ella son perfectamente factibles en el universo. Depende, como casi todo, del momento. Quedémonos con Aristóteles.