miércoles, 2 de junio de 2010

Apunte (14)

Tuve una vez un amigo que quería romper el soneto. Ingenuo de mí, yo no quería otra cosa que componer sonetos, así que pronto notamos una importante discrepancia de objetivos entre ambos. Y sin embargo es por eso, precisamente, por lo que nos hicimos tan amigos. No hay mejor compañía para un idealista que la de un materialista. Uno ve ahora aquellas escaramuzas subterráneas de facultad con una cierta ternura. Me divertía ser cómplice, eventualmente, del vandalismo libertario, aunque no me lo acabara de creer del todo y siguiera con mis sonetos del Ancien Régime en paralelo. Fue la época gloriosa de la invención del soneto de versos de una sílaba (a los efectos dos, pues eran todas tónicas sin remedio, como bien sabe quien ha leído a Quilis), jueguecillo al que me presté hasta que empezó a aburrirme. A las 24 horas, calculo. Y entonces sobrevino la época, no menos gloriosa, del soneto invertido, tanto en vertical como en horizontal. La primera opción la superamos pronto por ser demasiado obvia. ¿Pero qué decir de un soneto donde las rimas estuvieran al principio de los endecasílabos? Lamentablemente, nadie tuvo oído suficiente para comprendernos. Ni siquiera nosotros. Ni mucho menos su novia, a quien iba dirigido gran parte del corpus experimental de los dos agitadores.

Hace años que no sé nada de mi amigo, ni tampoco si logró liquidar, por fin, a ese maldito monstruo de catorce tentáculos (ni uno más ni uno menos, ahí radica su espanto). Pero, al margen de que éramos unos pardillos, acaba imponiéndose tarde o temprano una perogrullada clarísima. Probablemente, segundos después del nacimiento mítico del primer soneto de la historia, todo el mundo ya sabía que se podía romper. Claro, idiotas, lo difícil, lo divertido de verdad, es procurar que no se rompa. Es demasiado fácil retorcerle el cuello a un cisne. Y quien hiciera tal cosa no sólo sería un cabronazo, sino también un inquietante snob. Pero hay más. Probablemente todo gran poeta (y no bachiller tardío) que ha escrito sonetos ha sabido cómo romperlos, de la única forma posible, desde dentro, sin que nadie se diera cuenta. El último gran sonetista español, Blas de Otero, los rompía divinamente para dejarlos intactos. Por eso escribía tan bien en verso libre (o liebre) cuando quería. Me asusta ver cómo el colectivo hipotético de los poetas jóvenes no se acuerda apenas de Blas de Otero. Igual no quieren, o no saben, o les da vergüenza hacer sonetos. Puede que les asuste la libertad.