sábado, 7 de agosto de 2010

El formato

Circula hace algún tiempo cierta corriente crítica que postula, profetiza y de vez en cuando practica la literatura fabricada con las nuevas tecnologías o alentada por ellas. Ya que las tecnologías son nuevas, esta literatura ha de resultarnos también nueva y mucho más avanzada que la literatura de doña Emilia Pardo Bazán, cuyas novelas, como sabemos, eran analógicas. Una literatura tan nueva ha de reclamar la atención del noviciado hacia la crítica que saluda los logros de avance con todos sus imperativos teóricos (o viceversa) de gala. Confío en que alguien sabrá disculparme el trazo grueso de mi enunciado, pero no acabo de comprender, atrapado como estoy en la impropiedad del lenguaje y en las decadentes mitologías, qué clase de relación necesaria puede darse entre la literatura, que se hace con palabras, y las nuevas tecnologías, que se componen de binarios, cables, microprocesadores y el cuñado que le instalará, aunque se resista, la última versión pirata del Photoshop. Miro con preocupación a mi teléfono móvil de 19 euros, que sólo puede llamar y recibir llamadas (en el peligroso límite de ser teléfono) y me pregunto, en esta caverna, si me estaré perdiendo algo por no tener el último tecnojuguete.

Los pelanas hackers, a quienes tanto debemos en términos de libertad, suelen llamar lamer a un espécimen de «usuario final», predilecto manjar de las corporaciones de software que, por haber logrado grabarse dos macros en un word, ya se siente capaz de refundar toda la ingeniería informática. A diferencia de un usuario honesto que ha de convivir varias horas al día con un ordenador, o de ese otro que, con igual honestidad, se reserva el derecho de aprender libremente, el lamer es un ultra-usuario, un enteradillo del que conviene precaverse en cuerpo y máquina y, en última instancia, un pelma con botones. No hay duda de que esta nueva ciber-crítica de que hablo adolece de una buena dosis de lamerismo. Ven sólo lo que las multinacionales quieren enseñarles, el último juguete que los tendrá entretenidos un tiempo, con un éxtasis exagerado, muy de plaza y pilón, ante los vaivenes tecnológicos.

Lo peor es que detrás de todo ese vistoso cortinaje de pantallas y quincallas no nos están aguardando, me temo, las nuevas tecnologías para celebrar el progreso a coro, sino una obsesión, ya no tan nueva, por lo que podríamos denominar (si nos divierte insistir en la jerga digitalizante) el formato. La moda es hablar muchísimo de los nuevos formatos frente a los viejos. Pero el formato sólo es una variante más del contexto histórico. En crítica literaria, caer en una concepción en extremo historicista es un pecadillo ingenuo que ya tiene su sabor de época, y el traginar teórico que nos ocupa tiene un retintín historicista desde el momento en que defiende la inmanencia de la literatura a su formato, cuando éste no deja de ser, al cabo, un mero accidente. Si se nos inflama la mirada histórica nos condenamos a presentarnos como unos puristas de gabinete, defensores sin tacha de una lectio divina frente a la ignorancia del lector desubicado que ha perdido el contexto como quien pierde un tren.

Pero si la obra literaria puede ser en justicia de alguien, lo será siempre de los lectores desubicados que pueda tener a lo largo del tiempo. De todos y de ninguno. Porque la obra literaria, en su impureza, es una pura y constante desubicación, sucesiva anacronía. Una tragedia de Esquilo no es la misma (si hablamos simplemente de formato) para el lector de hoy que para el público de Esquilo o para el propio Esquilo. Puede que tampoco para el lector que fui hace diez años frente al que soy (o intento ser) ahora. Tal vez, incluso, todo vuelva a cambiar si alguien distinto de mí me dice mañana en un bar cuatro versos de esa tragedia. Ni mejor ni peor, pero siempre, leal traidora, encontrándose a sí misma en su propia (mi propia) mudanza de piel o de paisaje. El formato mañana puede ser, sí, una tertulia improvisada de bar. En otro tiempo, una aburrida clase de griego. Hace más de dos mil años estaba construido a base de unos entramados culturales y cualtuales que se nos escapan. Mero objeto de arqueología, como Facebook pueda serlo de aquí a un tiempo, seguramente más breve de lo que los griegos tardaron en olvidar sus teatros y sus máscaras.