viernes, 27 de diciembre de 2019

Resistencia


Internet ha acabado sucumbiendo a la hipertrofia del diseño y ha quedado reducido a una carcasa. Por ejemplo. Una web que pretende ofrecer contenido textual y que no puede abrirse en un sencillo navegador en modo texto, como Lynx, es algo perverso. Sí, Lynx también es «feo» (según ciertos cánones: a mí la terminal me resulta bella y clara), y el formato lo reduce a la mínima expresión: lo que debe ser una web. Y es que aquí lo que necesito y busco es lo práctico. Lo siento mucho por los que se afanan tanto en crear webs cargadas de colesterol, pero siempre que puedo evito abrir un navegador gráfico. Y siempre que puedo uso Emacs o Lynx para acceder a internet. Y trato de no visitar directamente, siempre que puedo, las webs cuyo contenido (de dominio público, se entiende) quiero consultar. Por supuesto, cualquier formato innecesario lo elimino sin contemplaciones.

Pero no sólo es una cuestión pragmática. Hace tiempo que internet es una ciudad tomada. Las redes sociales han creado un internet paralelo y domesticado, un cáncer que se ha ido extendiendo en silencio, entreverando el internet real y resquebrajándolo. Naturalmente, este inmenso mandala o ubre descomunal precisaba de una tecnología acorde. Y los smartphones y otros dispositivos móviles se han convertido en un tipo de computadora especialmente diseñada (no tiene otro objetivo) para narcotizar, dividir, anular y controlar a un nuevo usuario dócil (aún más dócil, si cabe) que sólo consume contenidos. Pero, ojo, decimos consume, no digiere. Ni mucho menos lee, a no ser que se lo sirvan todo en pequeñas cápsulas de banalidad: el alimento del siglo más banal de todos.

Insisto en que no vivimos una época digital, ni existen los llamados «nativos digitales». Quien se crea lo contrario atraviesa un gran proceso alucinatorio. Éstos son tiempos de esclavitud digital, que es una forma más de esclavitud. Y los malos, por si alguien aún no se ha enterado, van ganando. Siempre ha sido así, por otra parte.

De modo que, al menos en estos ámbitos que a algunos pueden resultar triviales, no soy muy optimista para el nuevo año. Como tampoco lo era para este año que termina, ni para el anterior, etc. Eso sí, nada más excitante que vivir en la resistencia. Y, no me digan, siempre es divertido ver estallar entre tanto alguna que otra burbuja.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Estribillo

Estos días que preceden a la Navidad llevan su peculiar melancolía. Quizás sea el sentido de lo cíclico y lo estacional, la vuelta de los años, el giro del Tiovivo. Recuperamos sabores y gestos, asistimos a escenas y lugares largamente repetidos, que creíamos olvidados, pero que vuelven una vez y otra vez, y están ahí, tan nítidos como siempre, para volver a perderlos y olvidarlos de nuevo. ¿Es una terca reiteración de mundo, su propia enfermedad, o tan sólo el cansancio de una madrugada cualquiera? Tal vez la lírica popular y su prosodia, de donde surgen los villancicos, los más horribles y los más inesperadamente bellos, tenga la respuesta, o al menos el consuelo. El estribillo memorioso, que regresa intacto en su latido, como el ritmo del hombre en Arquíloco de Paros. Pero el estribillo --y ese es su misterio-- nunca vuelve igual, aunque así pudiera creer un auditorio distraído. Siempre hay un suave matiz en la voz, una inflexión, que lo hace definitivamente otro, fiel e infiel a sí mismo. Se avecina una nueva Navidad, insalvable como un estribillo. Y a pesar del cansancio de la madrugada presenciamos esta curiosa adivinanza: el mundo es infinitamente viejo y también infinitamente nuevo y joven.