miércoles, 28 de septiembre de 2016

Maria Polydouri ha decidido abandonar París



María Polydouri (Kalamata, 1902 - Atenas, 1930) ha decidido abandonar París. Le falta el dinero y el aire, y es poeta, tres formas perfectamente compatibles de haber perdido el mundo. María ha empeñado toda una mañana y 2000 años, junto a las últimas aguas del sueño, en pintarse las uñas con el único color posible que le queda, el morado implacable, pero casi translúcido, de la enfermedad. Desempolva su maleta y esconde en ella, bajo la rectilínea sentimental de su ropa interior, un pequeño abanico de adjetivos y el mapa invertido del tesoro, que se parece demasiado a la última radiografía de sus pulmones desahuciados. Divaga. Es invierno desde hace 2000 años, y el aire adquiere en ese ámbito un peso insoportable de hombre muerto. María se deshila por los túneles del metro como un vals marchito que nunca nadie supo bailar. O se confunde con las nubes cambiantes de turistas y empaña el objetivo de las cámaras con los pétalos ambiguos de su aliento. Ella es ahora la isla perfecta que navega sin archipiélago por la geometría urbana. Pero las calles y los bulevares y las ventanas y las iglesias y los parques, querida María, ya no te hablan ni te escuchan. París ya no es una ciudad, es simplemente el estado de ánimo desacompasado para siempre de ti, un gesto del tiempo que ya no te pertenece ni tú ya puedes (o no quieres) descifrar. Sólo te queda una evidencia, tan nítida, tan incontestable como el paisaje que la sangre dibuja, caprichosa, en el blanco himen burgués de tu pañuelo. París te ofrece la levedad inmensa de su espalda, mitad clavel, mitad medusa, y tú, con un breve gesto de tu mano, la despides, y te despides de todas las metáforas que has ido abandonando por las calles, picoteadas para siempre por las palomas imprecisas del invierno. María ha resuelto subir por última vez las escaleras del Sacré Coeur. No le importa la tos ni la fatiga. Sabe que cada peldaño ha de emprenderse como la sílaba de un verso, su número sagrado. Cada esfuerzo es una hoja más en la disciplina del amor: el amor como la voluntad que hace de la voz una vara inflexible e infantil, y otorga el destino de rimar viejos verbos griegos, de dos en dos, y aplicarles el dulce rocío de la primicia, como si nunca se hubiesen conocido. Te sientes desfallecer, pero sigues y sigues subiendo. 2000 años subiendo, aproximadamente. Y has conseguido dejar atrás a los turistas y a sus cámaras. Ya estás un poco más sola. Pero suben contigo, a tu derecha, la sonrisa arcaica del Egeo, los templos mutilados de sus dioses, la perpetua fuga de la melancolía. Y a tu izquierda, la muerte, inocente como una niña antigua en color sepia. Nunca conseguiste librarte de ellos, pues en ti hallaron el eslabón fatal que los juntaba. María Polydouri ha decidido abandonar París, una vez más, desde la cama de su sanatorio. La morfina la tienta con sus tibios coros de pies descalzos, bailando sobre ningún lugar y ningún tiempo. Le susurra al oído que la nada es la pradera más hermosa donde sólo florecen los adverbios que niegan. Pero las turbinas de los aviones en el aeropuerto Charles de Gaulle hacen demasiado ruído, y no te dejan dormir de una vez para siempre, querida María. Siguen girando desde hace 2000 años. Arrebatan el aire y lo envilecen. Dispersan las distancias y ahogan los nombres y las voces en su confusa prosodia. Y entonces te vuelve la conciencia y la servidumbre de la poesía, esa otra tú, la desconocida cotidiana que rima y sube los peldaños; y saber que las calles y los rostros que una vez quisiste tanto dejarán de ser hermosos, dejarán de ser simplemente con tu olvido. Y te sientes, de pronto, la última ciudadela, y no puedes permitir que el enemigo avance y esquilme. Sigues subiendo el Sacré Coeur. Nunca llegarás al final, y lo sabes, y no te importa. Los aviones se deshacen en rugidos y parten hacia cualquier lugar del mundo. Son como una plaga de carcomas que se alimentan de itinerarios y esperanzas. No puedes permitirlo. Y tu memoria, y tu incansable memoria es la única que queda en pie: es el mechón de una vela solitaria. Y su llama enferma, desquiciada, alucinada, se agita para salvarme mientras va quemando el poco aire que te queda.

(De Sucede en la voz de otros, Isla de Siltolá, 2015)

martes, 27 de septiembre de 2016

Urracas

Las urracas son los ruiseñores del otoño.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Vigilia y sueño

«Y el sol se puso y las sombras cubrieron todos los caminos», repite la Odisea, una y otra vez, como un ensalmo. Homero, igual que un viejo y severo mayordomo, va apagando todas las lámparas, porque en su mundo no cabe el insomnio. Hombres y dioses duermen hasta que llega la «Aurora de dedos de rosa». Por contra, Safo reivindica muchas veces el insomnio con encendido entusiasmo, y en sus poemas la luna es la que tiene los dedos de rosa. La vigilia de Safo, los ojos bien abiertos que a veces preferirían olvidar mantienen el planeta a salvo, incluso del propio olvido, mientras duerme un hemisferio entero. Creo que mi vida es una tensión entre Homero y Safo, entre el placer de dormir, esa agradable entrega a quién sabe qué, y el deseo (o la fatalidad) de no hacerlo, como si el sueño fuera a robarnos un pedazo de vida. Por fortuna, siempre hay tablas entre el ordenado Homero y la nictálope Safo.

domingo, 18 de septiembre de 2016

El fino humor de Homero

En la Odisea (Canto III), Telémaco desembarca en la arenosa Pilo buscando noticias de su padre. Le acompaña Méntor. Pero no es Méntor sino Atenea, que ha tomado la forma de aquél: algo muy propio del poema de las apariencias y las transfiguraciones. Pisístrato, hijo de Néstor, recibe a los forasteros, y le entrega una copa de vino al impostado Méntor para que haga las pertinentes libaciones a los dioses. Ignora que le está pidiendo a una diosa de reglamento que entone una plegaria para sí misma, cosa que (por otra parte) Atenea acepta con naturalidad. Pero así lo cuenta Homero, en mi propia traducción:

[...]

«Ruega ahora, oh extranjero, a Poseidón soberano,
pues por él es el festín que aquí os habéis encontrado.
Mas no bien que hayas libado y rogado como es justo,
entrégale a éste la copa del vino que sabe a miel,
y libe, que también ruega, pienso yo, a los inmortales,
y de los dioses los hombres todos son necesitados.
Pero como es el más joven y tendrá mi misma edad
a ti doy primero la copa de oro.»

Tal dijo, y puso en sus manos la copa de dulce vino
y se alegró Atenea de hombre tan justo y cabal,
pues que a ella le daba primero la copa de oro.
Y al punto hizo muchas súplicas a Poseidón soberano:

«Escúchame, Poseidón, que ciñes la Tierra, no niegues
a quienes te hacemos ruegos que se cumplan estas cosas.
Primero de todo a Néstor y a sus hijos tráeles fama.
Mas luego a estos otros dales agradable recompensa,
a todos los pilios, por tan grandiosa inmolación.
Y haz que Telémaco y yo nos vayamos con el logro
de lo que hasta aquí nos trajo en raudo y negro navío.»

Tal pronunció en su plegaria y ella misma la cumpliera...

(Homero, Odisea. Traducción: Juan Manuel Macías)

sábado, 3 de septiembre de 2016

Los barcos (C. P. Cavafis)



[Mi traducción de un poema en prosa de Cavafis incluido en la Poesía Completa del alejandrino (Pre-Textos), con un recuerdo a la preciosa lectura que hizo de este texto Aurora Luque, en la presentación del libro en Málaga.]


LOS BARCOS


Desde la Imaginación hasta el papel. Una difícil travesía, un mar cargado de peligros. Al primer vistazo, parece pequeña la distancia, y sin embargo cuán largo es el viaje, y qué estragos puede causar en los barcos que lo emprenden.

El primer daño viene por la naturaleza extremadamente frágil de la carga que transportan los barcos. En la plaza de la Imaginación, casi todas las cosas están fabricadas de fino cristal y diáfanas alfarerías, y aun con todo el cuidado del mundo, muchas se rompen por el camino, y muchas cuando desembarcan. Todos estos daños son irrecuperables, pues no cabe considerar que vuelva atrás el barco y se cargue un artículo de igual belleza. No es posible encontrar la misma tienda que nos lo vendió. La plaza de la Imaginación tiene puestos enormes y lujosos, mas no duran mucho tiempo. Sus negocios son breves, venden rápido la mercancía y liquidan pronto existencias. Rara vez regresa un barco para encontrar aquel vendedor con aquel artículo.

Algún otro daño se origina en el tonelaje de los barcos. Zarpan muy llenos de los puertos de ricos continentes, y después, cuando llegan a mar abierto, se ven obligados a arrojar una parte de la carga, para salvar el conjunto. De tal forma que apenas ningún barco se las arregla para traer sus tesoros intactos, tal y como subieron a bordo. Lo que se tira es por cierto lo de menor valor, pero a veces sucede que los marineros, en su gran apremio, arrojan al mar piezas de mucha estima.

Al llegar al puerto de la página en blanco se requieren nuevos sacrificios. Acuden los funcionarios de aduanas para inspeccionar el género, y deciden si deben autorizar la descarga. De ciertos artículos no se permite el desembarco, y otros sólo son admitidos en pequeñas cantidades. Son las leyes del lugar. No toda la mercancía tiene libre la entrada y el contrabando está estrictamente prohibido. Se restringe la importación de vino, pues los continentes de donde llegan los barcos producen vinos y licores a partir de uvas que crecen y maduran a temperaturas más generosas. En modo alguno quieren tales bebidas los funcionarios de aduanas. Embriagan sobremanera. No son recomendables para todas las cabezas. Hay en el país, además, una empresa que tiene el monopolio del vino. Fabrica un líquido que tiene el color del vino y el sabor del agua, y se puede beber todo el día sin que perjudique en absoluto. Es una antigua empresa, y siempre se venden muy caras sus acciones.
Pero estaremos felices, una vez más, cuando nuestros barcos lleguen a puerto, a pesar de tantos sacrificios. Porque, al cabo, con cuidado y grandes atenciones se reduce el número de artículos rotos o arrojados en el transcurso del viaje. Además, las leyes del país y las regulaciones aduaneras, aunque opresivas en gran medida, no son del todo disuasorias, y acaba desembarcándose una buena parte de la mercancía. Los funcionarios de aduanas no son infalibles, y algo de la carga viene en contenedores fingidos, con una cosa escrita fuera y otra distinta en el interior, y algunos buenos vinos se importan para banquetes selectos.

Pero hay otra cosa triste, muy triste. Es cuando pasan ciertos barcos enormes, con adornos de coral y mástiles de ébano, con sus grandes banderas blancas y rojas desplegadas, cargados de tesoros, los barcos que no llegan a puerto, bien porque toda la mercancía que traen está prohibida, o porque el puerto no tiene la debida profundidad para recibirlos. Y prosiguen su camino. Un viento favorable sopla en sus velas de seda, el sol bruñe la gloria de sus proas de oro, y se alejan en calma, majestuosamente, se alejan para siempre de nosotros y de nuestro puerto angosto.
Por fortuna estos barcos son muy raros. Apenas dos o tres divisamos en toda nuestra vida. Y los olvidamos pronto. Tan deslumbrante su visión como fugaz su tránsito. Y al cabo de unos cuantos años, si algún día —cuando nos sentamos ociosos, mirando la luz, escuchando el silencio— por azar acuden al oído de nuestra mente algunos versos inspirados, no los reconocemos al principio y atormentamos al pensamiento para recordar dónde los habíamos escuchado antes. Con gran esfuerzo se despierta el antiguo recuerdo, y nos acordamos de que esos versos eran de las canciones que entonaban los marinos, hermosos como héroes de la Ilíada, cuando pasaban los grandes, los maravillosos barcos, y se marchaban por su camino —quién sabe hacia dónde.

(1895-1896)

(De C.P. Cavafis, "Poesía Completa", Traducción de Juan Manuel Macías. 
Epílogo de Vicente Fernández González. Pre-Textos 2015)