(Para Emilio Nieto Ballester)
El diccionario etimológico de la lengua latina de Alfred Ernout y Antoine Meillet fue un libraco que me hizo mucha compañía en la carrera. El Ernout-Meillet, lo llamábamos, ya con la confianza que impone el gremialismo. Si lo abría en la biblioteca, en aquellos tiempos en que litigábamos por ver quién se descolgaba con el volumen más temerario, nunca dejaba de maravillarme. Los ojos querían pasear entre los pilares de esa rectilínea tipografía didot, tan racional y francesa, veladora, sin un resquicio para elucubrar, sin la sensualidad de las curvas que poblaban las letras renacentistas, sin un solo regazo para la fe. Ah, y las lenguas y dialectos a los que hacía referencia: antiguo indio, iranio, avéstico, osco, umbro, eslavo, gótico... pero todas citadas en francés, que era más chic. Era consultar el Ernout-Meillet cinco minutos y uno salía de esas páginas con las ínfulas de ser un experto comparativista.
Yo nunca quise desprenderme de esa grata sensación y, cuando pude permitírmelo, me compré un ejemplar del Ernout-Meillet para mi disfrute personal. Acabó sin remedio en la dulce anarquía de mi mesilla de noche. Y algunas veces recurro a él en mis insomnios, como el niño que quiere que le lean un cuento y no tiene a nadie que se lo lea. ¿Es una enfermedad? No sé. Al menos, el subtítulo del volumen tranquiliza un poco mi conciencia: «Histoire des mots», histora de las palabras. Lo abro al azar, como las mil y una noches, con la certeza de que cada palabra tiene una historia. La etimología, no lo olvidemos, es una ficción. O un símbolo, como la máquina del tiempo. Pero a mí me gusta dejarme acunar por mis Sherezades de cabecera que son esos dos notables lingüistas franceses con corbata o pajarita.
La otra noche, al abrirlo, me encuentro con la entrada Luna,-ae. Ya me la sabía, pero los cuentos, aunque sabidos, uno quiere volver a escucharlos. Y me dejo. Luna, es la sustantivación de un antiguo adjetivo femenino. Sería algo así como «la luminosa». Las palabras, es bueno recordarlo, no dejan de ser metáforas que han viajado mucho. Decir "la luminosa" es como no querer o no poder nombrar a la luna directamente, o como querer acariciar y atesorar ese nombre secreto. La raíz indoeuropea es *leuk- o *louk-. También se encuentra presente en el griego selene (Safo, lesbia, diría selanna) o en el latín lucus. Y en lunaticus.
Cierro el libro. Pienso, durante esa porción de la noche, en mi hipotético lejano ancestro con asterisco en la voz que una vez dijo, levantando la cabeza en otro insomnio mucho más puro que el mío, «la luminosa», y se quedó tan a gusto. Y le doy las gracias. Llevo media vida huyendo de la luna. La luna, en poesía, ha sido tantas veces una mera quincalla, un ornamento vano, un naipe sucio de ilusionista de feria. Y eso, sin duda, va labrando unos prejuicios muy insanos.
Y los prejuicios escarban, lentamente, ese confortable agujero de razón y cautela, donde la luna ni nos rozará. Pero a media humanidad le duele la luna cíclicamente. Y sabemos, en el fondo, que es inútil esconderse y que de nada sirve arañar una noche más terrible y más oscura dentro de la noche, porque ella, la luminosa, con su palmaria feminidad, nos acabará encontrando, incluso entre las severas murallas de una tipografía racional.
(De Sucede en la voz de otros, Isla de Siltolá 2015)