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VERBENA Y DESPEDIDA
En Cercedilla se realiza el ejercicio del fin del mundo todos los años por primeros de septiembre. Y el mundo termina como ha de terminar, no gracias a un acelerador de partículas europeo y aburrido, sino con una verbena y una traca. La verbena es la culminación de los entes, y aquí sabemos bien que, si el universo tiene un sentido, es para converger con su procesión de estrellas, planetas y galaxias en esa plaza imposible de un pueblo donde todos se emborrachan, bailan al son de la canción del verano y se absuelven mutuamente sus pecados.
El fin del mundo tiene que ser algo comunal y divertido. El de este año estuvo muy logrado, qué pena que ustedes no vinieran.
Por allí estaba la emperatriz Teodora de Bizancio, con tacones de aguja, minifalda y sus cerca de 1400 años muy bien llevados. La vi bailar con muchos hombres que no eran yo. Y con algunas mujeres que tampoco eran yo. Me distraía a ratos de la contemplación Eduardo Punset, contándome ciertas teorías acerca del origen del universo. Punset hablaba siempre en inglés, pero su propia voz sonaba por los altavoces de la orquesta doblándole al castellano. Recuerdo que le hice un breve comentario, maravillado del hecho, al padre Brown.
En una esquina charlaba amigablemente el Marqués de Sade con su conciencia, y Catulo iba de un lado a otro con una copa de whisky nacional y coca-cola en la mano, sonriendo a todo el mundo desde ese aire tan suyo de estar en el sitio equivocado (es decir, donde no está Lesbia) y sin embargo no importarle nada y tomárselo con naturalidad. Un buen tipo, Catulo. Es el auténtico latin lover. Su americana irrepetible llevaba colgando el precio de la tienda, pero no le dije nada.
Góngora había montado un puestecillo para vender metáforas, justo al lado de un turco que hacía kebabs. Le invité a un kebab a Garcilaso, que venía de una lectura de verano de Sergio Gaspar. Venía con los ojos encendidos y los belfos apretados, y no hacía más que preguntarme si había visto a la emperatriz Teodora de Bizancio, porque tenía una cita con ella. No había empezado a enumerarle las virtudes de la espera y todos los que estaban antes que él, cuando la princesa de Rubén me tiró del brazo con cara de pocos amigos, arrastrándome al baile. Y bailé con ella una lenta y agarrada, pero sin querer se me disolvió en la camisa, dejándome una mancha de batido de fresa. Una mancha muy triste. Y por eso volví a mirar a la emperatriz Teodora de Bizancio, que atornillaba su lengua con la de Anactoria. Pensé en contárselo a Safo, pero ¿para qué? Nunca me coge el teléfono.
Bebí demasiado aquel fin del mundo, ni siquiera escuché la traca, y amanecí sentado en la terraza despoblada de un bar, otra vez con Eduardo Punset. Seguía hablándome del origen del universo, lo seguía haciendo en inglés, pero esta vez escuchaba su voz que le doblaba al castellano dentro de mi cabeza. Todos se habían ido ya, y la emperatriz Teodora de Bizancio bailaba sola frente al escenario vacío de la orquesta, con sus pechos desnudos desacompasados, y sus pezones tenían un curioso tono ocre hoja de otoño o libro viejo.
La mujer dormida seguía dormida. Y desde lejos, Gerardo Diego, encaramado en el ciprés de Silos, le arrojaba estos versos:
Tus ojos oxigenan los rizos de la lluvia
y cuando el sol se pone en tus mejillas
tus cabellos no mojan ni la tarde es ya rubia
Amor............................Apaga la luna
No bebas tus palabras
ni viertas en mi vaso tus ojeras amargas
La mañana de verte se ha puesto morena
Enciende el sol..........................Amor
y mata la verbena
VERBENA Y DESPEDIDA
En Cercedilla se realiza el ejercicio del fin del mundo todos los años por primeros de septiembre. Y el mundo termina como ha de terminar, no gracias a un acelerador de partículas europeo y aburrido, sino con una verbena y una traca. La verbena es la culminación de los entes, y aquí sabemos bien que, si el universo tiene un sentido, es para converger con su procesión de estrellas, planetas y galaxias en esa plaza imposible de un pueblo donde todos se emborrachan, bailan al son de la canción del verano y se absuelven mutuamente sus pecados.
El fin del mundo tiene que ser algo comunal y divertido. El de este año estuvo muy logrado, qué pena que ustedes no vinieran.
Por allí estaba la emperatriz Teodora de Bizancio, con tacones de aguja, minifalda y sus cerca de 1400 años muy bien llevados. La vi bailar con muchos hombres que no eran yo. Y con algunas mujeres que tampoco eran yo. Me distraía a ratos de la contemplación Eduardo Punset, contándome ciertas teorías acerca del origen del universo. Punset hablaba siempre en inglés, pero su propia voz sonaba por los altavoces de la orquesta doblándole al castellano. Recuerdo que le hice un breve comentario, maravillado del hecho, al padre Brown.
En una esquina charlaba amigablemente el Marqués de Sade con su conciencia, y Catulo iba de un lado a otro con una copa de whisky nacional y coca-cola en la mano, sonriendo a todo el mundo desde ese aire tan suyo de estar en el sitio equivocado (es decir, donde no está Lesbia) y sin embargo no importarle nada y tomárselo con naturalidad. Un buen tipo, Catulo. Es el auténtico latin lover. Su americana irrepetible llevaba colgando el precio de la tienda, pero no le dije nada.
Góngora había montado un puestecillo para vender metáforas, justo al lado de un turco que hacía kebabs. Le invité a un kebab a Garcilaso, que venía de una lectura de verano de Sergio Gaspar. Venía con los ojos encendidos y los belfos apretados, y no hacía más que preguntarme si había visto a la emperatriz Teodora de Bizancio, porque tenía una cita con ella. No había empezado a enumerarle las virtudes de la espera y todos los que estaban antes que él, cuando la princesa de Rubén me tiró del brazo con cara de pocos amigos, arrastrándome al baile. Y bailé con ella una lenta y agarrada, pero sin querer se me disolvió en la camisa, dejándome una mancha de batido de fresa. Una mancha muy triste. Y por eso volví a mirar a la emperatriz Teodora de Bizancio, que atornillaba su lengua con la de Anactoria. Pensé en contárselo a Safo, pero ¿para qué? Nunca me coge el teléfono.
Bebí demasiado aquel fin del mundo, ni siquiera escuché la traca, y amanecí sentado en la terraza despoblada de un bar, otra vez con Eduardo Punset. Seguía hablándome del origen del universo, lo seguía haciendo en inglés, pero esta vez escuchaba su voz que le doblaba al castellano dentro de mi cabeza. Todos se habían ido ya, y la emperatriz Teodora de Bizancio bailaba sola frente al escenario vacío de la orquesta, con sus pechos desnudos desacompasados, y sus pezones tenían un curioso tono ocre hoja de otoño o libro viejo.
La mujer dormida seguía dormida. Y desde lejos, Gerardo Diego, encaramado en el ciprés de Silos, le arrojaba estos versos:
Tus ojos oxigenan los rizos de la lluvia
y cuando el sol se pone en tus mejillas
tus cabellos no mojan ni la tarde es ya rubia
Amor............................Apaga la luna
No bebas tus palabras
ni viertas en mi vaso tus ojeras amargas
La mañana de verte se ha puesto morena
Enciende el sol..........................Amor
y mata la verbena