martes, 12 de enero de 2010
Apunte (2)
En el arte, como en el amor, el sujeto se dirige hacia su objeto sin ningún bulto intermediario ni lastre de pensamiento. Sólo el conciso candil de la conciencia que sabe lo que quiere en un instante legendario, por ajeno al tiempo mortal. A no ama a B tras encadenar un arduo proceso deductivo. Ya decían los viejos teólogos que la divinidad no razona; la divinidad ve. Y el amante, que es un dios, es también todo voluntad y todo reconocimiento y todo ojos. A, que no vive en un mundo de causas y efectos, busca desesperada, apasionadamente la unidad en B, indivisible, y obvia los porqués, los cómos, los cuándos y demás impertinencias adverbiales. Si A amara a B a causa de (pongamos por caso) las notables curvas de su trasero o culo, A entonces ya no sería un amante sino un intelectual que disfraza de amor lo que no es más que un llano abanico de categorías. No, la relación ha de entregarse tan fácil y tan elemental como una línea recta. Como con los poemas que nos gustan. No sabemos por qué nos gustan ni gana alguna tenemos de saberlo. Por esa razón, ignoramos qué les falta a los poemas que no nos gustan o (peor) nos dejan indiferentes. Y en ese juego del querer o no querer es donde debería terminar todo, para perdernos después en gratas mitologías, unas veces llamadas "crítica literaria" y otras "canciones de amor al culo de B". Pero hay quien se atormenta con el cilicio de las estéticas a priori o que quiere encontrar un sentido en el poema más allá del propio poema, de su palmaria presencia. Como si el mundo tuviera sentido o quisiera decirnos algo. Se corre entonces el peligro de ser un mal lector. Lo mismo, acaso, que ser un mal amante.