¿Me escuchas así, mi señora amada,
cuando de mi pecho la trova arde,
o detrás de ti la sombra de mi sueño
locamente la tuya apresa y besa?
¡Oh dulce el peso de tu cuerpo en mi mente echado!
En este río de mi vagar sin fin,
¿qué incendiado navío no navegas en la noche?
--¿Por qué este corazón tanta flor marchita,
por qué no es mortal de tanto fuego la ceniza,
por qué aún soy yo de tanta palabra la boca?
Mi blanca señora, cuerpo delgado:
este bosque es del tiempo de la más reciente luna,
y ese malvís que tanto aire enflauta
cada día que amanece renace y silba.
Amante, en mi vaso todavía canta la sed.
¡Esa luna nevada, amor, que de tu cuerpo
crece con la noche sobre las cumbres de mis ojos!
Deja que florezca, al abrigo de los cerezos
en las islas de tus ojos el alba rumorosa.
Adormece a mi lado, mientras se quiebra el día
bajo un techo de alabanzas, tímidas cantadoras.
--¡Ese sueño que por dentro se desliza
y poco a poco se asoma a mi rostro!
¿Hace falta, quizás, un caballo rojo
o un ala mortal y fría para saltar afuera de esta lengua de fuego?
(De Dona do corpo delgado, 1950. Traducción de Vicente Araguas)