Algunos dicen practicar la objetividad ante la poesía o cualquier otra forma de arte, o incluso ante el mundo. Nadie es objetivo, pero a diferencia de nosotros, subjetivos y descarados, el que se pretende objetivo simplemente oculta sus ardides a la manera del tahúr y entrega la cara (y la carta) que le conviene de su abundante repertorio, según la ocasión. Se mueve entre la cautela y la mesura, esas dos vírgenes sombrías. Nosotros preferimos la caída libre sin amparo, mortal a la fuerza, pero emocionalmente más saludable.
No digo que no haya datos objetivos. Se puede llegar a un cierto consenso sobre una amplia gama de cuestiones y, así, declarar en unánime asamblea que el ser humano tiene cuatro extremidades y los octosílabos ocho sílabas. Pero lo malo de los datos objetivos es que no nos sirven para nada ni nos salvan. ¿Acaso aportará algo comprobar que esa luna llena que sube desde la mitología hasta nuestra intranquila ventana es prácticamente redonda? Grande es nuestra ignorancia, desde luego, pero el universo, hasta sus más ocultos rincones, no deja de ser una tremenda perogrullada de sí mismo. Se da ya por sabido en el espejo de nuestros ojos, mil veces más extremos que esa ignorancia; nuestra mirada, que sostiene a la luna en vilo, y puede enunciar cosas como «árbol», «ciudad», «botijo», «archipiélago», «tú».
El sueño de la mecánica de Newton pretendía reducirlo todo a un limpísimo juego de engranajes girando a despecho de nosotros, como una oficina que trajina sin oficinistas. Sin embargo, no hay nada más triste, más enajenado que las cosas soportando el caudal de su existencia ciega. ¿Dónde están todos aquellos peldaños cuando yo no los recuerdo ni tú los puedes o los quieres ver? El crítico objetivo también sueña y reclama para el poema esa misma condición indiferente, inmutable y perfecta del universo de los viejos físicos. Pero, ¿dónde están los poemas cuando no se recuerdan ni (lo que es lo mismo) se dicen? Seríamos demasiado indulgentes si respondiéramos que en el papel o los libros. No, los poemas sólo son en la voz, en los labios, en el gesto, en el momento irrepetible, en ese tramo acotado de nuestra biografía. Y siempre contaminados de nosotros y de nuestro precario tiempo.
Hay quienes llegan a olvidar que la poesía es una herencia de aquellos que creían en la magia, el asombro y el misterio. Pero así debemos aceptarla, con esa tara de nacimiento. Vino con nosotros y se marchará con nosotros. Y después, cuando los peldaños dejen de ser peldaños y la luna regrese a su circunferencia casi perfecta, entonces tal vez nadie lo empiece a ver todo con una encomiable objetividad.