El cielo cuelga su rabia.
Arriba, muy arriba, las nubes ya no han de ser confuso barro, ni desairados jirones de caminos, ni la fiebre violenta de los palimpsestos trajinando sus bielas del pensar y el pensar, aleteo sin término, cuervos de nada.
Es necesario
izar la medianoche y alisar el cielo, de ciudad en ciudad, de mano en mano, alisarlo como un pecho de muchacha.
Alisar la memoria como un largo y perfumado olvido, y hacer del cielo una lenta liturgia tipográfica,
una piel encendida, un callar, un callar y no saber decir antes del tiempo justo de la nieve, cuando el cielo es ya su propia espera y su ignorancia,
y ya no importa
justificar las huellas abandonadas a sus tristes vísperas ni el raído sermón de los relojes, si el cielo late de clara conciencia aquí y ahora, si tú y yo somos el cielo o el silencio antes del tiempo justo de la música, si el cielo cabe en una sola página.
Si tú y yo somos la noche.
Si la noche va cayendo copo a copo,
si una extraña piedad va borrando las calles,
¿quién pisará la vencida inocencia,
la nieve de los versos por venir,
la blanca mirada ausente en la ventana?
(De Tránsito)