(Este poema mío, de los pocos que uno ha ido recolectando en los últimos años, tuvo el honor de ser publicado, allá por marzo, en el magnífico número inaugural de la --ya esencial-- revista Estación poesía, que dirige Antonio Rivero Taravillo).
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HAY UN MUERTO
Hay un muerto que recomienza siempre
torpe y telúrico, va arrastrando jardines
y manteles; crece y crece hacia abajo,
donde los tesoros se pudren en calidad de promesas
y las palabras se marchan con la canción del río.
He aquí la oscuridad,
su tibio ajuar bajo el verano adrede,
las golondrinas escribiendo en el orbe de los ojos «temprano», «ya es historia»,
los cervatillos recortados contra el vientre
donde reza a escondidas el corazón de los cuentos,
navaja en flor donde nos consumíamos.
Hay un muerto que siempre viene a reclamar sus muertos,
a concitar la historia y a vulnerar los pechos.
Demasiado sombrío, aún guarda en su garganta, como una pulpa amarga,
el ovillo de un silbo, el gesto de una luz lastimada de caminos,
una música rara que quiere parecerse al mundo
cuando paseaba su leve primicia entre las piernas.
El presagio del alba era un mendigo apenas: recordémoslo,
y recordemos también la delgadez del cielo a mediodía,
pues de allí colgaban los primitivos labios del afilador.
Hacia la puesta de sol siempre matábamos al muerto, como en un dulce rito vespertino.
Lo matábamos en un corro sobre el mundo que pronunciaba «siempre»,
y entonces siempre se estremecía el delicado sendero que conducía al principio.
Y el muerto nos volvía a crecer en los bolsillos, y en todos los cromos se multiplicaba.
Callaba en los armarios, dormía en nuestros besos.
Y sigue y sigue reinventándose en las rendijas de los días
o en las noches memorables
su cuerpo de acordeón ambulante y acartonado,
lamiendo los fallados y deshojando sentinas.
Cuando sus ojos miran con nuestros ojos
cada latido, cada ansiedad del mundo lo encauza más y más a la tierra,
porque, en el fondo, el muerto pesa como un hombre
y son sus manos pertinaces y largas como el río,
y se parece a la música tardía del verano
cuando se nos para de pronto al final de las calles.
Siempre a cuestas con él y dando tumbos,
bajando sin cesar hasta la sangre,
cuando es la madrugada, definitivamente
expulsados de la última fiesta,
con los modales justos para saludar otro día,
con el compás perdido, con la ronquera inhóspita,
con todos los estribillos hechos trizas por el suelo.