El filólogo que publica la edición de las «Obras completas» del poeta x. Lo hace con un espíritu deportivo, gimnástico, casi olímpico. Al final, la foto sonriendo con la medalla, el sombrero tirolés, el aire limpio y la satisfacción de todas las páginas sumadas. El arte es otra cosa. Más enfermo. Más ladino. Más proclive a los tugurios y los bajos fondos. Tiene algo también de ilusionista. Consiste en saber detenerse a tiempo y ocultarse.
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La poesía es música, por eso resuena mal en las cabezas cuadradas.
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Cuando el filólogo coge una calculadora o una tabla de Excel tiene la misma credibilidad que el brujo de la tribu agitando un palo con una calavera.
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A los estudiantes se les pide que cuenten las sílabas de un verso, pero no que escuchen el verso. Tanta aritmética ensordece.
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Siempre se engañará antes a un filólogo que a un niño.