Es alarmante comprobar la de gente que hay en el mundo que entiende de algo. De informática, de plantas y flores, de jazz, de fotografía, de sexo. Y aunque no se lleve, también hay gente que entiende de poesía, que dan tanto miedo como los expertos en sexo. Pero hay gente para todo, como decía el adagio torero, y es que uno puede entrar en cualquiera de los actos poéticos que se ejecutan en alguna capital de provincia (como Madrid) y tener la misma sensación del que se ha metido por error en una convención de fabricantes de prótesis, en el rito de una logia masónica o en una reunión de antiguos alumnos, tres momentos del universo, por ejemplo, donde a mí no me encontrarán.
Pero un poeta, o un aprendiz de poeta, ¿realmente entiende de poesía? Tendría motivos para preocuparse si dijera eso. No. El elitismo es tan pernicioso como el populismo. No hablemos de mayorías ni de minorías, todas inmensas, todas totalitarias como el mero concepto de “pueblo”. Hablemos de lectores, tomados de uno en uno. ¿Para quién es la poesía? En el fondo, para quien quiera acogerla, por más que ahora todos quieren acoger a la Play Station, y es muy natural, porque el hombre necesita de la maravilla tanto como del agua, y la Play Station ocupa hoy el lugar que en otro tiempo estaba destinado a Homero. Hay que dejar de desvelarse por si la poesía se lee mucho o poco. Eso es lo de menos. El rival natural de la poesía no es la novela, por favor, sino la play station. Todo hombre de bien, insisto, necesita asombrase. El hombre necesita estampar coches de carreras con la misma fe con que Homero estampaba a los aqueos de buenas grebas contra la melancolía que a veces se llamaba Troya. El hombre necesita sueños. La poesía a veces se los da.
Aleixandre decía que un poema es una construcción de dos personas, poeta y lector. Yo creo que ni siquiera eso. Acabemos de una vez con ese diálogo entre creador y receptor, tan ficticio. Un poema es asunto de una sola persona, sólo de quien lo lee, o de quien necesita guardárselo en su memoria. Qué importa si Safo (y perdonen por reincidir) alguna vez durmió sola y sin amante, cuando la luna y las pléyades que se ponen cíclicamente pudieron servir de canción de cuna para una niña, igual de sola, que alguna vez sería una reina, como sucede en la mejor novela, la más sincera, de C.S. Lewis. El poeta, en el fondo, no existe. El poeta es una horrible invención decimonónica de los filólogos y de Platón, ese ciudadano con mala conciencia al que le gustaba mucho la poesía y que una vez quiso echar de su república perfecta a unos pobres tipos que no tenían culpa de nada.
Lectores, todos lectores. Es lo que más feliz hace, de verdad. Lectores, incluso los que se llaman poetas. Pero Gerardo Diego lo avisó mucho mejor en una de sus Odas morales:
¿Qué es nacer, ser poeta?
Es único y concéntrico guarismo.
Es echar la cometa,
que vuele al cielo mismo,
y quedarse aquí abajo en el abismo.