Tuve un profesor de griego (gran helenista y fino traductor) que aconsejaba (h)ojear una gramática de finés a todo aquel que pudiera pensar que el griego antiguo era una lengua difícil. Él mismo guardaba esa gramática en su despacho para cuando sentía la urgencia de acogerse a tal consuelo. El griego antiguo (y no diré nada nuevo a quien lo haya tocado, siquiera levemente) es una lengua bastante difícil. He ahí su gracia. Son famosas, por ejemplo, las incontables irregularidades diseminadas por toda su flexión verbal, la cual sólo se empieza a ver con cierta lógica cuando se estudia un poco de lingüística indoeuropea. Y no digamos si a alguno le da por meterse en el laberinto de los dialectos, que es como volver a recomponer el puzzle de nuevo. Pero parece ser que el finés (que no es una lengua indoeuropea) supera al griego antiguo en diversos extremos del arte de la tortura gramatical.
Me permito decir que la mayor belleza que se extrae del finés es su riguroso desconocimiento, donde un servidor milita con entusiasmo. El finés, visto así, como una lengua hermosamente inaccesible y secreta, está poblada de delicados matices vocálicos, sílabas abiertas, consonantes nítidas como campanillas y larguísimas palabras que parecen historias de otro tiempo, que han de narrarse, o posarse, con la solemnidad debida de una tarde de silencio y nieve. El maestro Tolkien se inspiró en la música de esta lengua para trenzar uno de sus dos dialectos élficos, el quenya. E incluso llegó a reconocer la influencia que tuvo en la alquimia de su mitología las lecturas deslumbradas e infantiles que hizo del Kalevala, la artificial epopeya finesa que compuso el estudioso Elias Lönrot en el siglo XIX sobre cantares tradicionales de antigüedad muy diversa (algunos de época cristiana, otros remontados nada menos que unos 2000 años atrás).
Tal vez por la dificultad de la lengua (y porque estamos en España, no lo olvidemos) encontrar una traducción al castellano del Kalevala siempre fue empresa imposible. Allá por mi primera adolescencia me tuve que contentar con una descolorida selección en prosa en la inefable biblioteca Bergua. El traductor y editor, Juan B. Bergua, no dice en ningún lugar del prólogo (pillín) que su traducción lo es de otra traducción francesa. Así que habría que esperar unos cuantos años más para que llegara la primera (y que yo sepa única) traducción seria, la de la profesora Ursula Ojanen y Joaquín Fernández, editada en Alianza Tres, y que es espléndida y constituye un trabajo filológico notable. Muy feliz, además, la elección del tipo de verso para verter esos cantos de hechicería, casi susurrados: el eneasílabo, que de nuestros metros tradicionales es el más escurridizo e inquietante. La edición cuenta con un interesante prólogo de los traductores y, sobre todo, con un inspiradísimo anteprólogo de Agustín García Calvo, cuyo desconocimiento del finés también merece un elogio.
El Kalevala en sí está poblado de hermosas ignorancias. Por ejemplo. En un pasaje, el héroe Vainamoinen (que también es poeta: poesía y magia están indisolublemente unidas en esta obra) desea construirse un barco, pero le faltan tres palabras para acabarlo, y habrá de ir a buscarlas al reino de la Muerte. ¿Qué sucederá?... En otro pasaje, Vainamoinen y sus amigos van en busca del Sampo, objeto maravilloso que confiere un gran poder (y tal vez, incluso, la melancolía de haberlo encontrado). Pero nadie sabe qué es realmente el Sampo o para qué sirve (¿molino, rueca, talismán?), ni los traductores, ni los exegetas del poema, ni Elias Lönrot, ni, acaso, los propios héroes del Kalevala.
Esta ignorancia respecto al sampo siempre me maravilló. Todo poema es, ante todo y casi siempre sin querer, una metáfora de la propia poesía. El objeto poético llamado Kalevala no se libra de ese curioso destino. Podemos decir perfectamente la palabra “Sampo” sin saber su significado en una presunta (y aburrida) realidad secundaria, y eso supone una liberación de todo malsano conceptismo, de cuyos deplorables vicios en absoluto tuvo culpa Quevedo. De igual manera que alguien pudo encontrarse con la autoridad para escribir una vez de nenúfares sin haber visto ninguno, el sampo nos trae el don del misterio que se acepta sin preguntas de gabinete. Es la máscara que no oculta nada, o que sólo se oculta a sí misma y que mira con mismo gesto tanto desde su envés como de su revés.
La poesía es la única forma de arte donde el recuerdo es lo mismo que el objeto recordado. Así pues, la materia del sampo sería pura memoria, la memoria que reinventa. La memoria que, como el amor, es una extraña combinación de fe y de voluntad. Reinventamos el sampo cada vez que lo decimos. Y si lo decimos, lo deseamos. Simples ganas de soñar, aunque sea en finés.