Es la noche infinita, como un ánfora,
donde el recuerdo se parece al vértigo;
donde las sombras quieren perfilarse
en cuerpo, en ola, en tempestad, en isla.
Este vago murmullo de silencio
forja de nuevo voces que callaron
para siempre en mi oído. Es la noche
desesperada por la exactitud.
La caverna del cíclope, su aliento
bañando en vino y sangre las palabras
pesadas como piedras sin edad.
El sabor en mis labios del naufragio.
El sabor en mis labios de los besos
de Calipso, en porfía de sus lunas.
El largo cielo de las travesías
que era espejo del mar, y el mismo mar,
inagotable espejo de ese cielo.
Los miembros y las vísceras trillados
por un monstruo de insomnios y leyendas;
los miembros y las vísceras que fueron
antes la voz riendo ante la hoguera
o la mano leal con una lanza.
El incesante coro de sirenas
cuya virtud reside en que, al dejarlo
de oír, vuelve y persiste en su tristeza
y teje de dolor la lejanía.
Los ojos de Nausícaa, que a menudo
se parecían al otoño joven.
Es la noche infinita, y ya no sé
si soy el viajero, el que recuerda,
si mi recuerdo es sueño, si yo mismo
acaso soy el sueño de algún otro;
y no encuentro mi nombre, y tengo miedo
de perderme en la noche para siempre.
Pero de pronto hay un atisbo, un trueno,
la lluvia que amartilla los tejados,
la humilde tierra, ebria de humedad,
tu cuerpo que palpita junto a mí,
tus ojos que no veo y que me miran
desde tu umbría, el remanso en tus labios
que recorren mis dedos, y los surcos
de tu cara, con todas las respuestas,
reconstruyéndome a la luz del tacto.
Esos surcos que dan por fin la forma
a la noche infinita como el mar.