Hace mucho tiempo tuve un sueño que me dejó preocupadísimo. Yo era arqueólogo, nada menos, con un nivel de certeza que no se atrevería a discutir ni el más temible tribunal academico. Este gran detalle de mi inconsciente ya me hubiera hecho del todo feliz, pues no recuerdo haber cambiado nunca de profesión en un sueño. Pero lo mejor estaba por llegar. En efecto, con la autoridad que me daba mi nuevo estatus intelectual, juzgué oportuno iniciar unas audaces excavaciones debajo de mi cama. Tras arduo trabajo y no pocos destrozos encontré, con la misma fe del loco Schliemann para con su Troya, las ruinas de una ciudad inmensa y maravillosa, casi intacta a los vicios del tiempo, con todas sus lentas avenidas, sus orgullosos palacios y sus arriesgados monumentos. Yo buscaba esa ciudad. De hecho, me sentía un gran experto en esa ciudad. Había pronunciado terminantes disertaciones sobre ella ante otros colegas arqueólogos que me acompañaban en mi sueño, amigos oníricos ocasionales con los que nunca volví a coincidir. Y todos me aplaudían, y yo asentía hinchado de soberbia, repartiendo bendiciones a discreción. Y conocía el nombre de esa ciudad y lo repetía una y otra vez, fonema a fonema, de viva voz o en artículos publicados en las más rigurosas revistas. Era la palabra más hermosa que había escuchado jamás. Era una palabra larga y alambicada, y encerraba entre todas sus imposibles letras la historia de la ciudad. Pudiera haber sido una canción de cuna o una letanía de héroes o un catálogo de venganzas o una terrible historia de amor. La palabra era, en el fondo, la ciudad, pero también nombraba a todas las ciudades olvidadas, a todos los hombres y mujeres que habían merecido formar parte de una ciudad, a la vida y a la muerte y a la esperanza. Y cuando más satisfecho estaba de mis hallazgos, desperté y me dí cuenta de que ya no tenía la palabra en mis labios. Sólo ese nombre mantenía los preciosos edificios en pie y sus desafiantes balaustradas. El olvido trajo, inevitable, polvo, escombros y ruinas. Todo se vino abajo y un servidor, qué pena, ya no era arqueólogo, y mi voz ya no valía nada en los altos foros..
Reconozco que me obsesioné muchos días con la dichosa palabra perdida. Era tan bonita. Ensayé, sí, desde la vigilia, vanas combinaciones de sílabas, desastrosas, horribles. No era eso. No era eso. Qué tortura... Hasta que un día me encontré con mi amiga V., compartimos unas cervezas y no pude evitar relatarle el sueño que les he referido. Ella me escuchó con la misma compasión que ustedes, amables lectores, tal vez hayan aplicado a estas líneas. Cuando terminé de desahogarme guardó un silencio de esfinge. Yo insistí: "joder, que no me acuerdo del nombre''. Ella apuró su cerveza, me ofreció un cigarrillo y sentenció sin piedad: "ni te acordarás nunca''.
Cómo lo comprendí y qué lección me dio. No hay mejor regalo que le puedan hacer a un hombre que la constatación de un misterio o el don de la ignorancia. Este eterno aprendiz de poeta ató cabos y se quedó tranquilo. La historia de mi vida ha sido siempre perder y perder cosas: desprendimientos, olvido, ansiedad. A veces, sin embargo, la vigilia se roza con el sueño. En esos contados momentos pueden surgir unas palabras, un verso, acaso un poema. Pero sólo son ecos, murmullos, presagios. Porque el nombre de la ciudad perdida siempre nos estará vedado. Y nuestro mejor poema será no encontrarlo nunca.
Mi amiga V. hace poco ha sido madre por primera vez. Ayer la ví y me presentó a su retoño dormido en su cochecito. Ella ya no fuma, yo sí. Paseamos un buen rato hasta poco antes de ponerse el sol. Entre la conversación intrascendente quise darle las gracias por aquella respuesta suya, pero no supe cómo hacerlo. Hubiera sido una salida de tono. Nos despedimos. Dos besos. Juan manuel, tienes que dejar de fumar. Y ella se aleja con ese cuidadoso descuido que sólo saben tener las madres con el universo, empujando un largo sueño y seguro que unas incipientes, aunque notables, excavaciones arqueológicas.