Las muchachas de otoño enhebran amarillos
con la mano segura que inculca la gaviota,
mientras el río marcha con nada en los bolsillos
más que el estaño pobre de una luna remota.
El río, arrebatada mudanza en recipiente
de implacable cristal o de delirio helado,
enseña a las muchachas de otoño un casto oriente
y sus cabellos largos los tiñe de pasado.
Oh, sus cabellos caen por la tarde morena
sobre el hombro leal de los violoncellos
para obrar la romanza que preludia la arena
y el rondó de aguamar que amarga los pañuelos.
Las muchachas de otoño llevan gafas de olvido
y en sus ojos el viento sedicioso bracea.
Sus besos son el musgo, golondrinas sin nido
sus caricias, y el rizo de una agónica tea.
Sus zapatos oscuros son el alma del roble
que pasa por el mundo y enaltece las calles.
Sus tobillos postulan la esperanza más noble
y caben tantas láminas en sus brumosos talles.
Las muchachas de otoño son las ventanas netas
que eternizan la lluvia en sueño y amaranto,
y en sus pechos las horas ceñidas con violetas
pisan las turbias uvas sobre el lagar del canto.
(De Cantigas y cárceles, Sevilla, Isla de Siltolá 2011)