Estas lentas palabras tienen algo
del lento sol que por las tardes últimas
de septiembre se desvanece en plata.
Son el misterio púrpura del vino
que en el lagar renace como un niño
de bulliciosa voz y ojos de anciano.
Estas palabras vienen a los labios
como la luna al filo de una alberca
sentimental, antigua, austera y noble.
Son la tierra mojada, el casto viento
que trenza ensalmos entre las encinas;
el acero templado de coraje;
el mendigo y el rey, que, en la alta hora,
saben verse entre sí como un espejo
del hombre eterno que en silencio muere.
Y son la ciudadela, y son el mármol
que preserva batallas y sentencias,
siempre a salvo del vicio de los días.
Estas lentas palabras son los padres
que nos legaron templos, viejas ropas
y una historia aprendida en los desvanes.
Y son también las nubes sin historia
que edifica el desierto en el cansancio
donde sólo la fe mantiene en vilo
la seda, con el peso de la muerte.
Más allá de las áridas gramáticas,
más allá de los fríos anaqueles,
más allá de las hojas de los años
y más allá de la literatura,
estas lentas palabras son mi sangre,
y arden en ellas muchas vidas juntas,
muchos ojos que miran desde el tiempo,
si las hago volver de sus abismos
para hablarte al oído. Estas palabras
son mi cuerpo hecho trizas por la arena,
mi corazón transido de oleaje,
mi alma recogida en caracola.