¿Alguien tiene derecho a decir que un poema le hace pensar? Es probable que a favor y en contra se puedan edificar sendos entramados teóricos, igualmente aburridos. Pero de veras que no me encuentro con ánimo de hacerlo, por muy débil que sea la carne. En el fondo, opinar sobre la poesía es tan ocioso, contradictorio y libre como hacerlo sobre el clima. Sin ir más lejos, hace un par de días me encontraba a mí mismo participándole a un vecino, no sin discreto entusiasmo, que los días ya empezaban a tener color de primavera. Esa misma noche el cielo empezó a nevar de nuevo, con declarado entusiasmo. Veo en la ventana los tejados cubiertos de nieve, los jardines, las calles, Cercedilla, el mundo. La nieve como un terco, indescifrable palimpsesto de sí misma. Me aventuro a dar mi tímida opinión sobre algo. A un poema no le pido que me haga pensar (como tampoco al clima), sino que me deje el pensamiento de un determinado color. Esta antigua tonadilla tradicional inglesa (o escocesa, no lo tengo muy claro) parece tener derecho a dejarme el pensamiento de color verde, con su estribillo de perejil, salvia, romero y tomillo. En todo caso es un verde muy pálido, algo que está a punto de declararse, que espera su momento, sus límites, como una diminuta promesa a media voz o un secreto guardado en la cartera del colegio. Conocerán la tonadilla, sobre todo, por la versión que hicieron Simon y Garfunkel. Pero yo prefiero escucharla en la voz enferma y adicta, llena de fe, de la gran Marianne Faithfull. No sé si la primavera vendrá finalmente a salvarnos o si nos hará, irremediablemente, más sentimentales.