Un poeta de entonces —de ayer— no sabía realizar estrofas perfectas, por la misma razón que un músico no resolvía una sonata ni un pintor la arquitectura de un cuadro. Unos años más y nos arrastrará el magnífico huracán de los ismos de avance. Preocupa la materia, la novedad del contenido. Imposible lograr a la vez la armonía del continente. Renace la calma, y decimos: hay que crear. O lo que es lo mismo: hay que poseer, domeñar, tener conciencia... Tres caminos se ofrecen. para cada obra, su forma única, plena. El verso libre... o sea la estrofa libre. La estrofa vieja. O inventar nuevas estrofas. ¿Retórica? Evidente: retórica. Pero todo es retórica, y el huir de ella una manera de retórica negativa, mil veces más peligrosa. No. No debemos huir de nada... Hacemos décimas, hacemos sonetos, hacemos liras porque nos da la gana... La gana es sagrada. Y es lógica, por la misma razón que los pintores se obstinan hoy en dibujar bien y los músicos en aprender contrapunto y fuga. Pero hay una diferencia con nuestros razonables abuelos del XVIII. Para ellos, la estrofa, la sonata o la cuadrícula eran una obligación. Para nosotros no. Hemos ya aprendido a ser libres. Sabemos que esto es un equilibrio, y nada más. Y es seguro que sentiremos muchas veces la bella y libre gana de volar fuera de la jaula, bien calculado el peso, el motor y la esencia, para no perdernos como una nube a la deriva. Estrofa, siempre estrofa, arriba o abajo, esclava o sin nombre.
Gerardo Diego