A Julio Martínez Mesanza
Como el resto de su distinguido gremio, se ganaba la vida cantando historias en los banquetes de los grandes hombres. Y aunque todos ya conocían de largo esas historias, él sabía que cualquier canción es nueva cada vez que se canta, y manejaba los engranajes precisos, según le habían enseñado los más viejos, para mover el ánimo elemental de su auditorio en un momento dado, y solicitar la atención para la risa o el llanto, para la intriga o la cólera. Pero llevaba mucho tiempo en silencio porque buscaba un verso. Concretamente, buscaba un hexámetro, aunque él no lo llamaba así. Nunca se le había resistido antes un hexámetro, o lo que fuera aquello, y esos seis compases siempre habían acudido con docilidad de su memoria a sus labios cuando los necesitaba. Desolado, reclamó la ayuda de los dioses en que no creía, y los dioses también le entregaron su silencio.
Hasta que una mañana se paró a mirar unos caballos que pacían en un prado. Estaba cansado de ver caballos desde niño, pero aquella visión incorporaba las primicias de un sueño, y esas bestias se le revelaron entonces hermosas y terribles hasta el dolor, como recién creadas bajo el sol, como si por un momento albergaran en su perfil, en su definitiva osamenta, la llave de toda la creación. En la mañana de la memoria, infinidad de imágenes o presagios comenzaron a solaparse en su frente, uno tras otro, sin descanso. Vio rostros, nombres y lugares formando parte de una única y vasta tela. Vio a una reina sola y triste que tejía esa tela con minuciosa mansedumbre. Descubrió un engranaje que nunca le habían enseñado los más viejos de su gremio, aquel que mueve el auditorio a la esperanza, y a creer que la ciudadela nunca va a caer en llamas, o que algún día ha de llegar un vagabundo del numeroso mar para reclamar su trono y abrazar a la reina que teje sola y triste. Las dos caras de una baja moneda. Aquella mañana extraña y mitológica murió el artesano y nació el poeta. Sabía que el camino iba a ser muy largo, tanto el de ida como el de vuelta. Pero para el primero ya conocía la cifra exacta de hexámetros —muchos, miles— que tendrían que sucederse en un claro orden hasta llegar al verso que le había sido regalado:
«Así se celebraron los funerales de Héctor, domador de caballos.»
Se marchó corriendo a casa, y tropezó dos veces, mientras uno de esos caballos lo miraba distraído con un poco de hierba en la boca.
(De Sucede en la voz de otros, Isla de Siltolá 2015)