lunes, 12 de abril de 2010
G y punto
Los poetas del 27 reivindicaron a Góngora proscrito y se orinaron (como es fama) contra los muros de la Academia. Pero al margen de las testimoniales micciones y las misas pagadas con sorna por el eterno descanso del cordobés, junto a otros gestos que engrosan el anecdotario canónico de la generación, no debemos olvidar lo saludable, siempre, que resulta acusar esos complejos humores y amores. Tal vez Góngora no sea el más gongorino de los poetas españoles; igual no fue otra cosa que el alter ego de Quevedo una vez que a don Francisco le picara una cariátide radiactiva. Pero su defensa, y su reinvención, es toda una declaración de intenciones y dice mucho de una generación de poetas. No es lo mismo, no, requerir a Góngora que a Manuel Machado. Los efectos, en ambos casos, son incompatibles. Góngora supone la voluntad retórica. Nos previene contra la hipertrofia del yo y la excesiva financiación del sentimiento. Desarbola las estridentes bielas del sentido. Nos restituye en justicia el lujo del lenguaje por el lenguaje, su aristocracia acústica. Pasear por entre las palabras como quien se deja llevar por una verbena, y monta en todas las atracciones, a cada cual más novedosa y arriesgada, sin perder la sonrisa y el bullicio, pero manteniendo a salvo esa larguísima procesión que va por dentro. Góngora es una verbena, pero una verbena de relojería. Los fanales y las flores cesarán a una de acuerdo con el estricto programa de festejos. La condición necesaria de la muerte que preside la música.