domingo, 14 de marzo de 2010

That Condor moment...

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Pensar en mixturas inglesas para fumar en pipa es pensar (para bien o para mal) en una clara presencia de latakia. El alto paladar del Imperio, en su histórico escoramiento hacia el antiguo Oriente, no tardó en verse domado por los sahumerios de ese tabaco sirio, después chipriota, que tanto molestaba a las damas con su acento a arbusto quemado o neumático viejo. No se puede entender la obra de Kipling, por ejemplo, sin latakia. Yo adoro el latakia y lloré, en su debido momento, las lágrimas precisas por la desaparición del Balkan Sobranie, el "aliento de Dios". Y volví a decirme, impostadamente nostálgico por un Oxford donde nunca hice de zángano, estos versos de Betjeman que alguien debería colgar a la entrada del cielo de los zánganos:

Balkan Sobranies in a wooden box
The college arms upon the lid
Tokaji and sherry in the cupboard ...

Pero hay también una isla, un curioso territorio de resistencia en medio de tanto furor latakioso y victoriano: los tabacos al gusto de Lakeland, como dan en clasificar los teóricos del humo. La región de los lagos, en efecto, viene produciendo desde antiguo unos tabacos de un temperamento muy propio. Virginias oscuros y potentes, tal vez con algunas briznas de burley o de Kentucky, todo ello cocinado y recocinado mediante ocultas recetas para concluir en unos aromas y unos sabores francamente impermeables a la clasificación. Pero lo realmente peculiar en esta técnica parecen ser los ingredientes ajenos al tabaco. Es sabido que los centroeuropeos y escandinavos gustaban de tratar sus mezclas con cosas que se comen o se beben: ron, melazas, vainilla e, incluso, chocolate. De hecho, yo estoy experimentando sobre una nueva mezcla en esta vía que bautizaré Piquero's Mixture, en honor de un vecino poeta y pipador, mezcla de la que daré oportuna cuenta en otro momento, si tengo éxito. Por contra, nadie sabe lo que los tabaqueros de Lakeland le echan a su marmita, pero hay un cierto consenso en que son sustancias que pocos se atreverían a ingerir: más bien inducen, por hábito social, a rociarse con ellas la piel o el cuero cabelludo. Como el haba tonka, uno de las pocos elementos declarados en tales fórmulas, muy preciada (dicen) en las fábricas de cosméticos.

El abanderado de las labores de Lakeland es, sin duda, el Condor, rara avis todavía dentro de su especie. Es abrir una bolsa de Condor, acercar la nariz a esas renegridas láminas de acaso tabaco y nuestro olfato simbólico se desploma en medio de una tienda de perfumes. Pero no de ahora, no, sino de hace cien años por lo menos. Sé que hay señoras muy decentes, mirándonos desde el color sepia de los álbumes, cuyo amoroso abrazo amurallado, o la blancura intachable de su combinación, olería igual igual que el Condor Original Long Cut. Pero el Condor es también un tabaco de pueblo llano, de innegable, diáfano ambiente marinero. Es el tabaco por excelencia de las tabernas portuarias. El contraste de paisaje es tremendo frente al latakia, que lleva en sus hebras corrupción y aristocracia, borrascosas institutrices, despachos siniestros, bibliotecas prohibidas o la cámara clausurada de algún faraón de sospechosa muerte.

Sé que en mi vida paralela de capitán de navío mercante fumo Condor sin parar en las largas travesías, confundiendo en cada puerto a las gaviotas y a las mujeres de vida alegre con ese humo jabonoso de Lakeland. A este lado del espejo, sin embargo, le tengo sólo un brezo reservado, el de una Salvatella cascada que ya lleva sus años de servicio. Porque es un tabaco orgulloso como un viejo lobo de mar, y no permite que se fume nada después en la misma cazoleta. Ni el latakia, ni el azufre del infierno siquiera, podría borrar su memoriosa huella. Me gusta recurrir a él, algunas veces, cuando quiero darme un contundente viaje nicotínico de mi mesa al sofá. Y del sopor del sofá directo, sin barco ni uniforme ni plan preconcebido, hacia los mares del sur.