martes, 5 de octubre de 2010

Un apunte sobre Macedonia de rutas


Desde que descubrí que Cercedilla era el limbo, y que yo formaba parte de él, no he dejado de encontrarme aquí a los personajes más curiosos. Una vez conocí a un capitán de submarinos retirado que me confesó, tras la indulgencia de unas cuantas cervezas y un par de gin-tonics, que había perdido la fe en Dios de sus ancestros marinos y que ya sólo creía en el National Geographic. Aún no se había inventado el Google Earth, que es la definitiva herramienta de dios, pero los motivos de esa nueva fe se me mostraron tan elementales como un periscopio que asoma su vertical incordiando el horizonte. Tanto vagar por debajo de las aguas, sigiloso y recoleto, parasitando las rutas de navegación de los mortales, y va y se da cuenta, al final, de que se irá al nicho sin conocer mundo. Al menos el mundo que vieron los que navegaban, homéricos, sobre el nivel del mar. Pero se trata de una mala conciencia geográfica muy extendida. Yo soy muy capaz de profundizar en ella, sobre todo bajo estas melancolías estacionales. Pero, ¿por qué se viaja?, podemos preguntar desde un octubre cualquiera. Debe haber motivos de peso, en el fondo, una especie de causa primera para iniciar la compleja maquinaria de la partida. Se ha viajado para crear imperios. O para destruirlos. Y para salvar a la pricesa del dragón. O viceversa. Se viaja para encontrar el amor o huir de él. En suma, como escribió Ray Bradbury, para desenterrar algo o enterrar algo. Odiseo, viajero por excelencia y náufrago por vocación, sólo quería volver a su casa, aunque el empeño le trajo no pocas distracciones y extravíos.

¿Y a cuál de esas posibilidades respondería el viajero que Antonio Rivero Taravillo representa en Macedonia de rutas, reciente y notable libro de viajes de su autoría? Tal vez un poco de cada. Podríamos añadir también, como pizca de sal, ese raro espécimen que es el viajero ocioso, casi lindando con el vagabundismo, a la manera de los caballeros artúricos. No confundan a esta última variedad con el turista, el cual no viaja sino que se teletransporta. Aunque hoy en día todos vamos más rápidos a los sitios, el viaje requiere un proceso, una delicada gradación de matices entre el punto A y el punto B y una capacidad de asombro demasiado complejos para el turista o su maniqueo proyector de diapositivas.

Confieso que Macedonia de rutas, si no me ha reconciliado del todo con viajar o los que viajan (por pura envidia hacia el autor, más que nada) ha conseguido reconciliarme de pleno con los libros de viajes, género que de hace algún tiempo tenía bajo sospecha. Recomiendo degustar el libro en lectura desordenada, azarosa. Hay lugares, muchos, cuya variedad no desmiente la gula del título. Está (cómo no) Irlanda, y la última Thule, y Francia, y Bretaña en Francia con los ecos siempre del gran Cunqueiro, y Roma, y la Sevilla de Cernuda y los secuoyas del Nuevo Mundo. Y una inagotable erudición arborescente que en ningún momento agrede ni se hace áspera, sino que fluye y reconforta como un buen trago de single malt a la tarde. Una prosa, en fin, tremendamente grata y que sabe ganarse a pulso la atención y el asombro del auditorio desde ese lugar del pub donde, de pronto, el murmullo sucumbe a las viejas historias.

Hay lugares, sí, que son, más que lugares, literatura. Y así los acoge el lector. Poco importa que Rivero Taravillo haya estado de verdad en los sitios de que habla. Las fotos que ha ido colgando en su blog todos estos años pueden estar manipuladas con el photoshop. Igual ha falsificado sus billetes de avión o barco. Pero eso es lo de menos. Lo importante, lo meritorio para este poeta y traductor de poetas es que ha conseguido trazar una perfecta e íntima poética, más ilustradora de su obra que cualquier posible ensayo de abstracciones o deambular teórico. Una poética en forma de geografía, concreta de ciudades y de nombres.

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Macedonia de rutas, de Antonio Rivero Taravillo (Paréntesis, 2010)