(Este texto se publicó por primera vez en la web de DVD Ediciones, en el verano de 2008)
Entre Segovia y Cercedilla se alza un célebre y muy esmerado macizo de montañas que aquí llaman «la mujer muerta». No se advierte desde el pueblo. Hay que subir. Yo lo vi por primera vez siendo muy niño, cuando ni siquiera sospechaba que acabaría viviendo en Cercedilla, en uno de aquellos viajes dominicales, madrileños y pequeño burgueses en el curiosísimo ferrocarril del Guadarrama, que es un tren de juguete para adultos. Recuerdo a aquellos mismos adultos, viajeros del mismo vagón, repetir insistentemente : «Mirad, la mujer muerta». Y yo, que era un niño muy impresionable, me alarmé bastante. Pero también era un niño muy curioso, y no dejaba de buscar a mi alrededor con un placer de vértigo. ¿Quién sería aquella extraña señora, que estaba muerta? Todos miraban por las ventanillas, y yo imité, y cuando reparé en el perfil que dibujaban las montañas ninguno de esos adultos tuvo que explicarme nada.
La mujer muerta, sí. Luego la vi muchas veces, pero nunca con aquellos ojos y con aquella luz. Supongo que la memoria no deja de levantar sus quimeras, y no sé si aquel leve fulgor sonrosado que embozaba esas montañas sólo forma parte de mi deseo. Pero lo cierto es que la primera imagen fue irrepetible. Porque, entre otras cosas, me concedió una certeza que nunca me ha abandonado: la lejana melancolía que puede llegar a conformar el cuerpo de una mujer y que, de hecho, lo conforma y lo sostiene en un leve equilibrio contra la nada. Pegué mi cara al cristal como queriendo olerla y tocarla, pero el tren de juguete entró temerariamente en una curva y ella se fue alejando, lenta.
La naturaleza pone los lugares y nosotros los símbolos. Tal vez sea ésa una explicación para lo que llaman pareidolia, la tendencia de la mente humana a crear formas humanas uniendo una serie de elementos aleatorios, en un paisaje, en una cortina, en una nube, etc. Me parece muy humana la pareidolia, sí, y me gusta muchísimo que tal debilidad lleve un nombre tan evocador y tan griego. La naturaleza, por supuesto, nunca quiere decirnos nada. Es un exceso de romanticismo pretender lo contrario. Pero nosotros siempre estaremos gravemente aquejados de símbolos. Uno de ellos puede ser la silueta de una mujer tendida de cara al cielo, con la cabellera desperdigada y la doble pendiente de sus pechos.
Tendida. Pero, ¿muerta? Uno puede pensar que aquí en el Guadarrama lo llevamos todo por lo tremendo. Pero buscando en Internet para llenar mis severas carencias montañeras, he descubierto que hay otros macizos de montañas por ahí que inducen a una semejante pareidolia y que llevan el mismo nombre. Todas, inevitablemente, muertas.
Es probable que mi humilde equipaje de símbolos no tienda demasiado al tremendismo serrano, porque a mí siempre me ha parecido que el perfil de esas montañas representan, más bien, una mujer que duerme, tendida sobre su espalda. «Mucho sueño para un adulto», podríamos pensar, citando al gran y escéptico Miguel Gila. Pero yo siempre la he tenido, salvo en algún momento oscuro, por «la mujer dormida», y espero contar con más gestos de adhesión para cambiarle el nombre.
Me gusta que en algún lugar de estas sierras, entre Segovia y Cercedilla, insista en su perpetua siesta, con esa inmensidad inalcanzable y tan propia de las mujeres dormidas. No la despiertan ni las confusas, profanas y verbeneras noches de Cercedilla en verano, con sus orquestas de charanga y sus hormonas goliardescas. A ella no, nunca, pero a mí desde luego, me crispan los nervios. Y pensar en disparar a alguien por no poder dormir o querer tener una conversación insomne al menos, me hace recordar muy gratamente a Juan Ramón Jiménez, que sabía muy bien lo rara que se pone una mujer dormida. Lo decía en estos versos que aquí me apetece mucho recordar:
Cuando, dormida tú, me echo en tu alma
y escucho, con mi oído
en tu pecho desnudo,
tu corazón tranquilo, me parece
que, en su latir hondo, sorprendo
el secreto del centro
del mundo. Me parece
que legiones de ángeles,
en caballos celestes
—como cuando, en la alta
noche escuchamos, sin aliento
y el oído en la tierra,
trotes distantes que no llegan nunca—,
que legiones de ángeles,
vienen por ti, de lejos
—como los Reyes Magos
al nacimiento eterno
de nuestro amor—,
vienen por ti, de lejos,
a traerme, en tu ensueño,
el secreto del centro
del cielo.
ESTRAMBOTE: Muerta, dormida... También hay una tercera posibilidad, y es que tan sólo esté pensando y pensando con los ojos cerrados. Igual, hasta se ríe con lo que escucha. Es probable que algún día se levante. Ese día no será el fin del mundo, pero será un día, desde luego, digno de ver.
La Mujer muerta desde Segovia (foto: Wikipedia)