(Este texto se publicó en el número 359 de Quimera. Revista de literatura)
Los
poemas que leemos quedan fatalmente contaminados de nosotros, de
nuestro tránsito por ellos, de nuestro inagotable presente. Acaso
dicho presente no sea más que una finísima línea de sueño entre
pasado y futuro, esos inquietantes Scila y Caribdis; y el yo
que lee, el acto puro de la voz que lee, un edificio condenado a caer
y rehacerse sin parar a partir de sus escombros, igual que en una
sucesión de fotogramas o eventos en hilera, como podría haber
sospechado el genial Hume. Tal vez por ello, precisamente, nunca
seremos los mismos lectores ni los poemas que leemos tendrán la
misma luz ni dirán idénticas cosas a lo largo de esa escombrera que
llamaremos «vida»; sin embargo, allí estará siempre nuestro
precario hogar. Y allí, sin duda, encontraremos los libros de poesía
que nos han tocado, no en el canon impersonal, que gira sobre sí
mismo, inalterado como el universo de Newton y, por tanto, falaz. Ni
en las recensiones de los filólogos, ni en la siempre artificial
historia literaria, ni en la casi institucional urgencia de hacer
cultura. Bien al contrario: los libros de poesía, como las ciudades
o el amor, tienen su propio tiempo y también --¿por qué no?-- su
tempo.
Con
tal premisa, siempre desde la perspectiva personal y con palabras tal
vez más osadas que eruditas, me gustaría dejar aquí unas líneas,
atendiendo a la amable invitación de la revista Quimera,
del notable libro de poemas No
amanece el cantor, de
José Ángel Valente (1929-2000), cuya primera edición vio la luz
allá por el 1992.
Días
aquellos que uno ve ahora, por cierto, entre el cariño, el asombro y
el lógico distanciamiento. Por un lado, un servidor comenzaba a
escribir poesía con cierta fruición, tal vez demasiada. Tiempos de
universidad, de tanteo atolondrado y de leer todo poemario que
pudiera caer en las manos, pero siempre felizmente lejos de círculos,
escuelas, coros y danzas: prevención que, más o menos, he
conseguido mantener intacta hasta el día de hoy. No olvidemos que
por entonces, y tras el brillante naufragio de los llamados
«Novísimos», se iniciaba en la poesía española un período casi
de opereta, donde comenzábamos a asistir a la guerra ya declarada
entre dos concepciones de la poesía, contienda que fue tan estéril
y artificial como interesada. Primero, porque pocas cosas hay más
tristes bajo el sol que ser dueño de una concepción de la poesía
y, encima, alimentarla; segundo, porque en este país, y ya desde
Góngora y Quevedo (ese curioso Jano Bifronte), las disensiones
estéticas generalmente no son lo que parecen, y suelen ocultar un
trasfondo mucho más mundano.
Naturalmente,
bastó el tiempo y el saber desprenderse de un gran lastre de
prejuicios y miradas puritanas de toda índole para que pudiéramos
volver a distinguir las voces de los ecos en cualquier parte, por más
que a los ecos les encante, en paisajes tan maniqueos, buscar el
refugio, el calor y la modorra bajo las faldas de las voces. Siempre
ha sucedido así. En todo caso, el lector encontrará ocioso recordar
de nuevo hasta qué punto llegó a imponerse en este país no tanto
un «tipo de poesía» (es evidente que un reduccionismo tal sería
absurdo, y un mínimo sentido común nos muestra qué artificial y,
por ello, qué injusta nos puede parecer, como toda etiqueta, la de
«poesía de la experiencia») sino, más bien, una idea rectora,
siempre gendarme, de cómo tiene que ser el poema, la cual propugnaba
que el poeta siempre debería escribir poemas que su prójimo
entendiera. Tal directriz nos resulta bastante ridícula y, a la
postre, acaba siendo igualmente nociva para todo buen poema,
«inteligible» o «no inteligible», si le seguimos el juego a esa
jerga tan manoseada y tan poco pertinente en el mero placer de
escuchar la poesía, venga de donde venga.
Frente
a esa postura monolítica y esa «línea clara» siempre a la
defensiva desde sus plazas fuertes, ese «defiéndenos Tintín que
nos atacan», que escribió Luis Alberto de Cuenca en un endecasílabo, leer un poemario como No
amanece el cantor
le llevaba a uno de cabeza, y sin querer, al bando opuesto, que no
era otro que el de quienes persistían en su voluntarioso, aunque
minoritario, asedio a los baluartes de la claridad informativa. No
recuerdo cuándo fue la primera vez que leí ese libro, supongo que
en algún momento y lugar de los 90, pero lo cierto es que todo ese
escenario de banderías me resultó saludablemente ajeno; y me lo
siguió pareciendo cada vez que he podido regresar a aquellas
páginas. La luz, como ya dije, puede que sea distinta en cada
ocasión de lectura. Pero siempre con el mismo brillo de primicia, y
el asombro que me llevó a aprenderme de memoria, sin darme cuenta,
no pocos de sus pasajes, con el mismo entusiasmo e idéntica
admiración con que también llegué a aprenderme poemas, por poner
un ejemplo antípoda, de Julio Martínez Mesanza.
Nunca
me planteé que esa poesía en prosa (me molesta especialmente el
término «prosa poética») podría representar una concepción del
poema, digamos, esencialista; el poema como un objeto de conocimiento
y una suerte de clave encriptada para llegar al meollo del meollo de
las cosas todas. Lo malo de las claves encriptadas es que siempre
surge alguien que siente el raro e ineludible deber de
desencriptarlas. Hasta el poeta, incluso, puede convertirse en
repentino exégeta de su poesía, sin darse cuenta de lo mucho que
puede llegar a estorbar en sus propios poemas. Si al divagar crítico
o teórico unimos el mimetismo de los epígonos, podemos acabar,
irremediablemente, en la más pesada ortodoxia. En un sahumerio
dulzarrón de sacristía donde términos-fetiche como «palabra
poética» o «silencio» se sacan todos los días en procesión,
entre las exaltadas plegarias de los fieles.
Pero
en No
amanece el cantor, por
suerte, no veremos amanecer tales cosas, ni tampoco en casi toda la
poesía de Valente, tanto del primero como del último Valente. Al
menos yo no lo he encontrado, pero sí he visto la magia y el
misterio intrínsecos a la poesía, en los que siempre es ocioso
redundar, de tan palmarios que son. Poesía a la que no le hace falta
sacristía alguna. Y la música, presente ya desde ese hermoso título
que busca con insistencia al 27. Y la prosa siempre fronteriza con el
verso (esos dos términos engañosos, artificiales, tipográficos). Y
la agitada y lacerada retórica con que el poeta reelabora la dicción
de la mejor mística castellana, pero todo encauzado hacia la elegía
y el canto por el ausente (no olvidemos que el libro fue escrito a
raíz de la muerte del hijo del poeta). Y la impropiedad, como
siempre, del idioma, y las palabras que llevan todo el equipaje de su
camino, su colectiva memoria («[...]
las
antiguas palabras, las ciudades perdidas, el despertar del sol como
dádiva cierta en la mano del hombre.»);
las palabras que, por ser tan reales (nunca realistas), no pueden
sustituir el cuerpo del ausente: «YO
CREÍA QUE SABÍA un nombre tuyo para hacerte venir. No sé o no lo
encuentro. Soy yo quien está muerto y ha olvidado, me digo, tu
secreto.»
En
ese cantor que no amanece, que nunca termina de amanecernos al fin,
como si el título quisiera permanecer en su secreto, y una pregunta
no se pudiera responder del todo, adivinamos acaso esa oscuridad que,
como quería Salinas, es necesaria para la propia claridad del poema,
para que amanezca el canto. Tal vez esa oscuridad es el no-lugar
donde un hipotético Homero pone en marcha, desde el principio de
nada, la maquinaria de la musa llamada Memoria. Igual es la misma
oscuridad de nuestra garganta que nos reconstruye las palabras, y nos
devuelve nuestra voz como ajena y nuestra a un tiempo, cuando leemos
desde el sueño de nuestro presente: «[...]
Su
espejo es la memoria donde ardía. Venir a ti, cuerpo, mi cuerpo,
donde mi cuerpo está dormido en todas tus salivas. En esta noche,
cuerpo, iluminada hacia el centro de ti, no busca el alba, no amanece
el cantor.»