La imagen de una tarde se deshace
en esquirlas de luz y olor de jara.
Hay un camino solo
que corre al borde de un pinar vedado.
Hay unos niños frente a la cancela.
No sé deciros cuántos son. Se pierden
con su mirada por los arabescos
donde sueña el silencio de los árboles.
Y un niño entonces pronuncia la sentencia
y lo señala: «el árbol del ahorcado».
Y las palabras cumplen con el raro momento,
poderosas y antiguas, y conmueven el aire,
y despliegan sus pétalos de cólera.
Los niños ven de pronto el gran vacío
que rodea a aquel árbol, como si los otros
quisieran apartarse en una larga fuga,
y sus ramas tendieran afiladas
en corro, igual que dedos apuntando
al solitario, al condenado, al triste.
Los niños lo contemplan con asombro y con miedo,
y regresan al mundo. Atrás en el camino
se quedan las palabras,
como leves insectos, vibrando en los jarales.
Se las lleva la tarde en su caída
hacia ese duermevela de vago pensamiento
donde las tardes apenas se recuerdan.
Ahora sé que aquel bosque se escoró a la nada,
alimentando el fuego de los hombres
que levantan las casas y disponen los parques
por darle espacios nuevos al olvido.
Pero la vida labrará sus noches
y el árbol del ahorcado volverá como vuelven ciertos sueños,
cíclico, atormentado, huraño, indescifrable,
celoso de la herida que aún doblega sus ramas
odiadas por el viento y por los pájaros, prohibidas
a esos seres efímeros, frágiles, hermosos, que aún ignoran
el peso de los cuerpos de los hombres.
Ahora sé que aquel árbol va extendiendo su sombra,
cobijando, una a una, las palabras,
el poema perdido de una tarde
donde se aleja el niño y el adulto vuelve.
( Recupero un lejano poema, con sus recuerdos de terrores infantiles, que llevaba desde hace mucho tiempo durmiendo en el cajón).