Las normas de la tipografía no vienen del cielo sino de siglos de lectura y libros. Dejando de lado ciertos preceptos y caprichos regionales (que también, y por qué no, es agradable seguir), muchas de ellas tienen un gran sentido práctico y están destinadas a facilitar la lectura y no a torturar al lector. Por ejemplo, la composición en verso tiene las suyas. No digamos la composición de poesía, pues verso y prosa son, más que nada, convenciones de escritura y quien manda en la poesía es el oído. Esas normas, naturalmente, sólo las puede quebrantar el poeta, y por eso es necesario dialogar con él. Pero si el autor no dice nada, entonces la tipografía actúa de oficio, prescribiendo que el sangrado izquierdo del poema debe ser el mismo que el del verso más largo centrado. Esto hace que los poemas tiendan hacia el centro de la página, y deja en el lector una grata sensación de equilibrio. Ver publicaciones de poesía donde todos los versos en todas las páginas queden a un margen fijo, y a no ser que el poema ocupe un libro entero como la Odisea, me parece simplemente espantoso.