lunes, 13 de octubre de 2008

De arte poetica (fragmentos)

A veces suelo recuperar carpetas de traducciones que emprendí con mucho entusiasmo y dejé inacabadas. Una de ellas es el Arte poética de Horacio, la famosa epístola a los Pisones. Año tras año dejo incumplida la promesa de terminarla de traducir. Mi excusa, del todo injusta, suele consistir en la sospecha de que Horacio vertió sus mejores vinos en los primeros versos, y luego le salió un poema demasiado largo para mi gusto. Pero esto me consuela muy raras veces. Por si acaso a ustedes le consuela, aquí dejo unos fragmentos. Hay otra excusa secundaria, por cierto, que suele asumir los visos de una captatio benevolentiae: ¿qué demonios hace un helenista traduciendo a Horacio?...

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A los más de los poetas, padres y jóvenes dignos de padre,
nos confunde la imagen del bien. Lucho en ser breve,
me hago oscuro; el que busca lo sutil extravía
nervio y aliento; se infla quien va tras lo sublime;
por tierra el muy prudente repta, y el que huye al trueno;
quien quiere una variante prodigiosa dibuja
un delfín en los bosques y un jabalí en las olas.
Evitar un pecado conduce al vicio cuando falta el arte.

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Del orden la virtud y la gracia son éstas, si no fallo:
que se diga puntual cuanto deba decirse,
y lo más se postergue, y se omita entre tanto;
quiera esto, desprecie lo otro aquél que prometió un poema.

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Aun siendo fino y cauto trenzando las palabras
dirás cosas brillantes si un vocablo sabido
se torna nuevo en recia coyuntura. Si acaso
hay que usar nuevos signos para aclarar conceptos, y labrar
voces nunca escuchadas por los cetegos de anticuadas ropas,
asumida la audacia, se aplicará discreta.
Y harán fe las palabras recién hechas si manan
de fuente griega y no vienen muy volteadas.
¿Qué le dará un romano a Cecilio y a Plauto, arrebatado
de Virgilio y de Vario? ¿Por qué he de ser mal visto
si mi obra gana un poco, cuando la lengua de Catón y Enio
enriqueció nuestro habla y aplicó nuevos nombres a las cosas?
Siempre fue y será lícito producir un término
marcado con el signo de su época.
Cual el bosque en otoño muda sus ho jas, y caen las primeras,
así de las palabras muere la vieja edad, y la reciente
florece y cobra fuerzas al modo de los jóvenes.
Nosotros y lo nuestro nos debemos a la muerte. Ya sea
que un Neptuno terreno libre —regia tarea— de los nortes
a las naves, o una infecunda charca, donde hincaban remos,
nutra vecinas urbes y haga sitio al arado,
o cambie el curso un río hostil a la cosecha,
instruido en mejor senda, mortales gestas han de perecer.
Con más razón quedarán las palabras, su vigencia y su aprecio.
Muchos vocablos muertos renacerán, y otros
que ahora están en vigor caerán, si quiere el uso
que es árbitro, derecho y norma del decir.

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Dio la Musa a la lira referir de los dioses y sus hijos,
del púgil victorioso, del caballo que gana en la carrera,
del desvelo del joven, del vino de los libres.

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Si no puedo ni sé conservar el correcto encadenado
y el tono de mis obras, ¿me llamarán poeta?
¿Preferiré, por torpe pundonor, ignorar a aprender?