Esta canción se puede narrar como una leyenda. Arranca el melotrón sus sones de órgano en conserva, añorantemente analógico. No tardan los leves repiques del más delicado y salvaje de los baterías, Bill Bruford, el único mortal que es capaz de percutir en las alas de una mariposa y acariciar un trueno. Y se suma la frase repetida una y otra vez por las seis cuerdas maniáticas y soñadoras de Robert Fripp. Luego, claro, la voz doliente, grave, de John Wetton, insistiendo en que no hay estrellas, embozada en el saxo transparente de Mel Collins. Uno de los mejores momentos del rey carmesí, destilando sus más logradas mieles, pero con ese punto de amargor que tanto nos gusta a los crimsonianos confesos, esa larga coda instrumental que es una perfecta orgía del jazz más libre y ese algo más que sólo sabe hacer Fripp. Donde los instrumentos acaban perdiendo las formas, pero en detrimento de otras. Porque una orgía con King Crimson es siempre organizada y racional, como debe ser.
Sin estrellas y biblia negra, cuando comienza a llover...