viernes, 11 de diciembre de 2015

El extraño caso de Gerardo y Diego



Asumir la ficción filológica del poeta implica el sostenimiento de una serie de creencias o supersticiones. Como pensar, por ejemplo, que cada poeta debe escribir los versos que se espera que escriba. Se le pide al poeta la sencillez del héroe, la representación en su drama de un papel elemental. Afortunadamente, pájaros tan libertarios como Gerardo Diego nos vienen a librar de estos vallados comunales donde el pueblo sueña o ensueña de la mano con el crítico erudito.

En efecto, cabría sospechar que un poeta que escribe estos versos:

Y crímenes de amor de inmenso amor
de sexo a sexo sangran generosamente
y manos multiplicadas manos rojas de asesinos
enjugan su delito
sobre las tapias que de pudor cierran los ojos

corre peligro de levantarle el saludo a quien escribe estos otros:

Regresa el pájaro a la jaula
abierta —se entiende— y teórica.
Y es grato renovar el aula
polvorienta de la retórica.

Lo que parece extraordinario es que ambos poetas cohabiten en el mismo cuerpo y firmen sus poemas con idéntico nombre.

Debemos exigirle petrarquismo a Petrarca, que Garcilaso sea inagotablemente Garcilaso, que nadie como Quevedo pueda ser Quevedo, o que Rubén Darío se erija en un incontestable compendio de sí mismo. Hubo filólogos alejandrinos que no le perdonaron a Homero una traición como la Odisea. Otros, empeñaron su vida por que la poesía de Safo fuera más sáfica que la propia Safo. En cambio, Gerardo Diego camina tranquilamente entre la tensión y la desconfianza de las trincheras con la sola defensa de su obra, una de las más poliédricas y brillantes de la poesía del siglo XX, y acaso fundamental para reencontrar o repensar la del XXI.

El cántabro fue un fervoroso defensor de la libertad creadora como un absoluto. «Hacemos lo que nos da la gana, y la gana es sagrada». La gana de volar lejos, de ensayar un saludable naufragio o de abrir caminos nunca transitados con el placer niño de quien pisa la nieve virgen, pero también la gana de volver a edificar un soneto (sí, un soneto más), un romance o unas liras. Porque ir contra corriente o dejarse llevar por el río de la tradición, cuando apetece, son dos enardecidos actos de voluntad. Siempre supo moverse por esos arrabales de entresueño donde la poesía encuentra su fe más que su ciencia. No fue nunca en pos de modas ni se dejó seducir por su propio, casi siempre brillante, preciso y sincero deambular teórico. Nunca supo encajar bien, por más que lo pudiera intentar, en el coro de ninguna escuela o secta poética.

La ficción filológica del poeta nos dicta que la poesía es una suerte de carrera, un ascender de méritos y de grados, una evolución lineal hacia el propio nombre del poeta, hacia la cima de su propia voz. Pero Gerardo Diego nos demuestra (o al menos así me lo parece) que la poesía es más bien algo que sucede de vez en cuando, que contrasta apasionados tumultos con silencios repentinos, un amor firme pero contradictorio que camina, vacila, quiebra y vuelve sobre sus pasos una y otra vez. La poesía es el laberinto, Teseo, el Minotauro y Ariadna, todo a un tiempo. No es un oficio sino algo fatal. Y no se ejecuta en otro taller que no sea la muerte.

La poesía puede adoptar mil formas en una sola época y en un solo poeta. Pero a Gerardo Diego no le hizo falta recurrir al heterónimo. Porque la voz de un poeta no es una estatua inmóvil en su gesto sino un interminable, cambiante, reversible tejido de ecos. Con igual hospitalidad e indulgencia acoge al autor adolescente, tardomodernista y algo cursi del Romancero de la novia, al deslumbrante (y muy consciente) forjador de imágenes de Manual de espumas, al exaltado sonetista de Alondra de verdad, al no menos exaltado, románico y romántico arquitecto de Ángeles de Compostela, al funambulista que reivindica a Góngora para mantener a salvo a Lope, al retratista, al legitimador de la poesía de circunstancia, al inquietante músico de Biografía incompleta y al teórico de la poesía que intenta poner algo de orden entre todos y entre sí mismo. Firmó sin miedo y con honestidad cada poema porque la firma, al cabo, es irrelevante y el poeta (no lo olvidemos) es una ficción.



[de Sucede en la voz de otros, Isla de Siltolá, 2015]