"¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?"
He vuelto a estas líneas del prólogo que Borges escribiera para Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, nada más enterarme de la muerte de aquel hombre de Illinois, a los 91 años. El maestro Bradbury, un grande, a pesar de lo injustamente que se le suele encasillar dentro de la ciencia ficción, ese género que hizo pedazos a golpe de simple poesía. Recomiendo, a quien nunca lo haya leído, su País de octubre, su Hombre ilustrado, su Farenheit 451. Pero, sobre todo, sobre todo, sus Crónicas marcianas. Borges, como casi siempre, no se equivocaba. Nunca la colonización de un planeta resultó tan definitivamente melancólica. Aquí dejo copiado uno de sus capítulos, en la traducción de Francisco Abelenda.
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LOS COLONOS
(Agosto de 2001)
Los hombres de la Tierra llegaron a Marte.
Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los Peregrinos, o porque no se sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía una razón diferente. Abandonaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo, enterrar algo o alejarse de algo. Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños. El dedo del gobierno señalaba desde letreros a cuatro colores, en innumerables ciudades: HAY TRABAJO PARA USTED EN EL CIELO. ¡VISITE MARTE! Y los hombres se lanzaban al espacio. Al principio sólo unos pocos, unas docenas, porque casi todos se sentían enfermos aun antes que el cohete dejara la Tierra. Y a esta enfermedad la llamaban la soledad, porque cuando uno ve que su casa se reduce hasta tener el tamaño de un puño, de una nuez, de una cabeza de alfiler, y luego desaparece detrás de una estela de fuego, uno siente que nunca ha nacido, que no hay ciudades, que uno no está en ninguna parte, y sólo hay espacio alrededor, sin nada familiar, sólo otros hombres extraños. Y cuando los estados de Illinois, lowa, Missouri o Montana desaparecen en un mar de nubes, y más aún, cuando los Estados Unidos son sólo una isla envuelta en nieblas y todo el planeta parece una pelota embarrada lanzada a lo lejos, entonces uno se siente verdaderamente solo, errando por las llanuras del espacio, en busca de un mundo que es imposible imaginar.
No era raro, por lo tanto, que los primeros hombres fueran pocos. Crecieron y crecieron en número hasta superar a los hombres que ya se encontraban en Marte. Los números eran alentadores.
Pero los primeros solitarios no tuvieron ese consuelo.
(Ray Bradbury, Crónicas marcianas, trad. de F. Abelenda, Minotauro)