LA
ELECCIÓN DE LA FIEBRE
Si
hablamos de formas clásicas en poesía, ahora que toda posible huida
parece ya tramada y ejecutada, no dejaremos de invocar una vez más
los dilemas del clasicismo, con su aroma a vitrina de museo, tan
apetecible de romper, y los de la forma y el fondo, distinción
ilusoria entre un contenido provechoso y un envoltorio agradable a
los oídos. Hablar de formas clásicas también nos encara con la
terrible «preceptiva», vocablo inventado por los tratadistas de
métrica y prosodia, esos agrimensores tristes, bajo el que
congregaban todas las normas de aseo y buen uso para la correcta
confección del poema. «Forma clásica»: un sintagma tan ajado, sí,
como la estatuaria de un antiguo régimen cualquiera.
Pero
los poetas del 27, la última gran vanguardia de la poesía española,
fueron pródigos en esas llamadas formas clásicas. Y, por paradoja,
si hay un regalo que tenemos que agradecerles entre tantos, es su
saludable vindicación de la libertad creadora. Algo que Gerardo
Diego sintetizó en un término
conocido como la gana: «(...) Hacemos décimas,
hacemos sonetos, hacemos liras porque nos da la gana... La gana es
sagrada (...)». Movido por una idéntica y también sagrada (a
su manera) gana, Eduardo Moga nos trae ahora estas cincuenta y cinco
Décimas de fiebre, para las que tengo el honor de escribir
unas (siempre innecesarias) pocas líneas previas.
No
es la primera vez que Moga se pasea por las bodegas (así las
llamó el propio Gerardo Diego) de los versos venerables. Ya
en sus Seis sextinas soeces (Valladolid, El Gato Gris, 2008)
nos entregó el poeta catalán una feliz poesía castellana de hoy,
con un tono paródico hábilmente sostenido mediante los solos
engranajes de la sextina, sin mala conciencia ni tramando ninguna
trampa fuera del juego contra ese
artificioso, enrevesado poema provenzal, casi olvidado más
allá de la curiosidad histórica. Mejor suerte en la historia, desde
luego, ha corrido nuestra llamada «décima espinela», estrofa de
arte menor inventada por Vicente Espinel, un poeta menor del siglo
XVI. La estructura de esta estrofa, cuyo prestigio ha sido tantas
veces equiparado al del soneto, es bien conocida y se puede hallar
descrita en cualquier manual de métrica española al uso: dos
redondillas (dos cuartetos octosílabos de rima abrazada) unidos por
otros dos octosílabos que ejercen de bisagra, rimando con el último
y el primer verso de cada cuarteta, respectivamente. La décima, así,
es un juego de espejos y simetría, un discurso en miniatura con la
apariencia de estar cerrado sobre sí mismo, circular como ese curvo
firmamento de la décima de Guillén que hace de lema y pórtico a
este poemario. Y en
una rueda así no habría de jugar un papel menos importante
la rima, ese artificio antiguo que nos vuelve sobre la piel acústica
del lenguaje; el azar y la gracia repentina de ver a dos palabras, de
pronto, saludarse tan sólo porque suenan de una forma idéntica o
parecida. Son estos, en fin, los gratos andamiajes de estas décimas,
que nos pueden llevar fácilmente a pensar en el poema como una
cárcel. O un ataúd, como sugiere el poeta:
Tengo
años cuarenta y nueve,
que
es lo mismo que decir
media
vida sin reír
o
tengo cuarenta y nieve.
No
Eduardo: me llamo llueve,
y
me inquina una tormenta
meticulosa,
una lenta
casi
nada que me guía,
con
precisión de gumía,
a
un ataúd de cincuenta.
Chesterton
escribió una vez que el verso libre es una contradicción en los
términos. Y aunque esta frase del genial gordo británico puede
tomarse como el desahogo de una estética reaccionaria (y,
probablemente, ésa fuera su intención), yo la veo más bien como el
enésimo aserto de que toda elección siempre individualiza y marca
unos límites, necesarios siempre para que se establezca nuestro
deseo, porque tomar un camino supone abandonar todos los otros.
Idéntica trabazón ciñe a la poesía, empezando por la que ejerce
el propio tiempo (ataúd de cincuenta), ya que la vida que
éste le presta al poema también supone el principio de su
aniquilamiento.
La
gana de componer décimas viene a recordarnos, asimismo,
que la simetría no es en modo alguno la norma del arte, sino que en
éste, como en un espejo del mundo (y un lugar más del mundo), todo
es excepción y todo es nuevo, excéntrico, único. Si los poetas del
27 reivindicaron a Góngora, no lo hacían sólo por llamar la
atención hacia el extremado cordobés, funambulista sin red, sino
también para salvar a Lope del espeso sahumerio de la normalidad,
para concederle a Lope su propio precipicio. Moga también se reserva
el derecho a escoger el suyo, personal e intransferible, y a través
de sus décimas redondas vuelve a ser el poeta que mira en torno,
convocando la dispersión de sus días en una sola jornada, con todos
sus contrastes y matices, sus invectivas y sus amores:
Solo
algunas, por probar,
quise
escribir al principio;
pocas,
sin ganga ni ripio,
para
zaherir, y amar,
y
ver las cosas pasar.
(...)
Componer
décimas, además, para desmentir la historia de la poesía y del
poeta como progresiones de una línea recta; entender esa historia
mejor como un círculo, donde convergen las lecturas y los poemas de
cada época en un presente sentimental; donde la décima o espinela
no es una reconstrucción arqueológica, ni una emulación de
bachiller, ni mucho menos una forma arquetípica y vacía, lista para
ser llenada con cualquier contenido que se resigne a adaptarse a sus
paredes. La décima, antes bien, es el poema que nace ya con su
propia música, como un eco de otras décimas antes escuchadas; el
poema que sólo puede ser esa música y no otra, fatalmente:
(...)
Pero,
como quien aventa,
esas
pocas, en incruenta
floración,
se amontonaron,
trenzaron
fuegos, volaron,
hasta
este mar de cincuenta.
Componer décimas, en suma, para recordar que la poesía, como el amor, es libre.
Componer décimas, en suma, para recordar que la poesía, como el amor, es libre.
Juan Manuel Macías
Cercedilla, 2012