Demasiado a menudo me veo emprendiendo cosas de las que sé que me arrepentiré y de las que, por supuesto, me acabo arrepintiendo. Las mueve una curiosidad tan malsana como tonta, sin nada que ver con la inocencia aventurera de los gatos. Como hace unos días, sin ir mas lejos, cuando me sometí conscientemente a la tortura de ver esa aberración de Alien: Covenant (Ridley Scott 2017). No negaré que ya andaba bajo mínimos mi fe en el director que una vez firmó maravillas, pequeñas, incipientes como Los duelistas (1977) o grandes como Alien, el octavo pasajero (1979). Muchos querrán añadir también la soporífera y pedantesca Blade Runner, pero ya ven que no he escogido aquí el mejor momento para hacer amigos. Lo que me faltaba era constatar cómo él —y precisamente él— ha sido el último en unirse de grado a la orgía de destrucción y envilecimiento que de un tiempo a esta parte Hollywood viene montando contra la dignidad de un monstruo, convertido ya en personaje de feria. O en uno de esos humoristas mediocres que acaban repitiendo sus dos o tres gracias hasta el tedio y más allá del infinito. Qué duda cabe: ahora el cine de Hollywood está aquejado de sagas y de todo hace una saga. No esos cuentos de la Islandia medieval, con precisión de relojería, que tantos conocimos gracias a Borges. Las sagas, para la industria del cine (el calculador empresario de la feria), son sinónimo del tostón, el aburrimiento, lo inflado y lo vacuo. El universo expandido, dirán algunos, que no es otra cosa que el folletín de toda la vida.
Pero aquella Alien, el octavo pasajero no necesitaba expandirse por ningún lado. Era una historia simple, elemental, como la excelente El diablo sobre ruedas del primer Spielberg: personas completamente normales se encuentran con alguien en su camino que quiere matarlas, por alguna razón que se nos escapa o simplemente sin razón. ¿Y la criatura alienígena? Bastan sus apariciones fugaces, como una amenaza que se escurre, imprecisa, por los grasientos corredores de la nave Nostromo, entre humo y luces desquiciadas cuya finalidad tampoco acabamos de ver, más allá de desquiciar también a los tripulantes y a nosotros de paso. Tampoco necesitamos conocer la vida y el universo interior del alien. Probablemente el pobre no dé para más: es un secundario en el fondo y, como Escila y Caribdis, su papel en la trama acaba donde empieza. De la criatura quedarán para el recuerdo el inspiradísimo diseño de Giger (qué gran hallazgo, por cierto, lo de evitar dejarle en su versión definitiva un par de ojos visibles: eso le hubiese conferido algún tipo de humanidad, o al menos una suerte de conciencia, un plan), como también el extremado barroquismo de su proceso reproductivo. El cual, para llegar a buen término, requiere: (a) un huevo; (b) un bicho francamente asqueroso y saltarín que se te pega a la cara, te rodea con sus tentáculos y no te suelta hasta que te deja en los entresijos un segundo huevo; (c) una nave que pase por allí; y (d) el gran John Hurt para poner su cara y armar el quilombo. Si el alien es una especie de parásito, está claro que estaríamos ante el alumno más heterodoxo en la Escuela Superior de Piojos, Pulgas y Garrapatas. La naturaleza, por contra, suele tender más a la economía de medios, y a echar mano de ese principio que en la jerga de los programadores informáticos se conoce como KISS (Keep it simple, stupid!). Pero este proceso tan alambicado, caprichoso y lento de maduración y crecimiento en nuestra criatura (aunque no tanto como el de algunos adolescentes) suma muy bien a la trama un cierto tono onírico. A decir verdad, cuando el alien consigue llegar a adulto de una vez y empezar a hacer de las suyas, casi nos quedamos sin película. El miedo y el suspense estriban aquí, más bien, en una amenaza creciente: el «¿y ahora qué viene?». Lo malo es que en todas las películas que siguieron a ésta en la «saga» ya sabemos de sobra lo que viene.
Después del disgusto de Alien: Covenant me han entrado ganas, sí, de volver a ver aquel octavo pasajero del 79. Incluso —reconozcámoslo— también a aquella Sigourney Weaver del 79. Pero tal vez mejor que siga abandonado ese planeta inhóspito en su viento perpetuo, con su nave varada y sus peligros, no sea que éstos nos dejen de asustar y les acabemos viendo las tramoyas y los resortes. Y es que todo, al igual que la gestación del alienígena de la doble dentadura, tiene su tiempo y su tempo. Y las películas, como los poemas, como las canciones, como las calles, como el amor, sólo suceden (nos suceden) una vez en la vida. El resto es alimentar la memoria e intentar volver. Pero no lo olvidemos: el planeta de Alien emitía una señal reiterada en el vacío del espacio, y la tripulación adivinó —ya demasiado tarde, ay— que esa señal no era más que una advertencia.