domingo, 22 de julio de 2018
Breve elogio de Telémaco
Cuando leía la Odisea de adolescente, en aquella traducción de Luis Segalá, me aburrían tremendamente los cuatro
primeros cantos, conjunto que tradicionalmente se ha venido llamando la Telemaquia, es decir, las aventuras
(raquíticas) y trabajos (más bien pocos) de Telémaco. ¿A quién le iba a emocionar esa pequeña Odisea doméstica de un
mozalbete con pocas luces y que, además, era el único en la historia que parecía no enterarse de nada? Recorriendo esos
primeros cantos, daba la sensación de que todos los personajes, en alguna medida, algo sabían. O, por lo menos,
estaban bastante satisfechos de su lugar en la trama. Telémaco, sin embargo, parecía ignorarlo todo, conducido como iba
en un estado de tenaz, e incluso entusiasta aturdimiento. Yo, además, deseaba acción, las navegaciones de Odiseo, sus
naufragios y sus sirenas. Un deseo que acaso compartían conmigo los eruditos escoliastas de Homero, los cuales
consideraban ese preámbulo, ya desde tiempo antiguo, como un añadido espurio al poema homérico. Pero ahora, cada vez más
y a la vuelta de los años, no me cabe ninguna duda de lo magistralmente que la Telemaquia se encaja en el conjunto:
tanto y tan bien, que se me antoja el verdadero eje y motor de la Odisea. El tedio de la adolescencia va dejando paso
a un sabor de nostalgia que, acaso, los escoliastas, en su perpetuo estado adolescente, jamás acertaron a catar. Puede
que la magia y el ensalmo de Homero vayan operando en nosotros según una pauta de sucesivos efectos retardados: Homero
siempre golpea dos veces. Pero lo que es cierto es que me voy identificando más y más con Telémaco, personaje tan
singular que ha conseguido pasar desapercibido siempre a costa del prestigio de su ilustre padre. Mientras Odiseo se
prodigaba en mil símbolos por la imaginación y los mares de Occidente, a la par que se iba diluyendo y atomizando, como
un rastro de recuerdo en la espuma de las olas, Telémaco consiguió ir más lejos gracias a su sabia y poco ponderada
discreción: logró ser a un tiempo personaje de la Odisea y lector —el primer lector, asombrado, extraviado,
sonámbulo— de la Odisea. Y es que Telémaco, al cabo, somos todos. Nos une la misma cara embobada y los ojos como
platos cuando con él contemplamos el largo mar que tiene color de vino, el color perfecto para emprender navegación,
pues que es el rojizo color de los atardeceres y de las preguntas y de las despedidas.