miércoles, 4 de julio de 2018

Deber

Podemos pasarnos días, meses, años incluso, sin escribir: un período siempre feliz. Pero cuando llega el poema está ese deber pesado, grave, ineludible, que nadie nos ha impuesto por otra parte, de recibirlo. Ah, pero tiene que ser el poema. No la idea del poema, ni el tema del poema. Ni siquiera las ganas de escribirlo: ¿alguien en su sano juicio puede tener un apetito tan horrendo? A los impostores, por tanto, les cerraremos la puerta como a simples vendedores de gangas a domicilio. Sin embargo, con el poema, no podemos más que acatar el deber. Y qué deber más extraño, enfermo habrá de ser ése para que uno se levante a mitad de la siesta —algo que no haría ni por la invasión de los persas—, casi como por resorte, sumiso y dócil, sólo para escribir el poema. Como si eso fuese a arreglar el mundo o, lo que es peor, esta destartalada vida.