La poesía, como todas las cosas que nos apasionan de este mundo, incluso como la propia vida, requiere un esfuerzo. Pero no es el esfuerzo intelectual ni el aplicado y silencioso estudio ni los intimidatorios pasillos de las bibliotecas con los cuales tanta tradición escrita nos ha querido siempre confundir, ensordecer y, en última instancia, embobar. El esfuerzo que me reclama la buena poesía es siempre físico. Ese puro movimiento que está dentro de la palabra emoción. Y es que el cuerpo rígido se desespera por salir a quién sabe qué campo abierto, bajo cielos insultantes de claridad o a través de todas las temestades y aguaceros del mundo. Ese verso maravilloso que estremece, que nos lleva a decirlo en alta voz, a despegar unos labios como quien abre de par en par la puerta de una habitación cerrada por mil años. Aunque se quede apenas en un susurro inaudible siquiera para quien se sienta a nuestro lado en el autobús. Pero en la cabeza ya es una victoria, un trueno. ¿Acaso no cantaba Demódoco en la Odisea sus versos en el centro mismo de la danza? Y es que el verso maravilloso, el poema que nos empuja es danza pura. A mí me entran ganas de bailar, de hecho. Pero también de trepar a los edificios gubernamentales, de despeñarme en bicicleta por un barranco, de besar a las estatuas o de pilotar un biplano hasta estrellarme con gusto en un descampado. No lo hago, naturalmente, porque uno vive a principios del siglo XXI en Europa, y hay que guardar cierta consonancia con los tiempos. Pero se me ocurren ésas y otras cosas más terribles. Todo menos «estudiar» el poema.