I
El libro es un producto tecnológico. Que no nos engañe lo museístico —incluso lo pintoresco— de toda la iconografía
del momento: con la invención de la imprenta el ser humano consiguió algo asombroso y que ahora ejecutamos con una
cotidianeidad igual de asombrosa. Fue capaz de clonar el contenido que llamaremos, por comodidad, «datos» por un número
de veces que tiende a infinito. O al menos mientras dure la tinta, aguante la maquinaria y
le quede dinero al editor. Pero platónicamente es una idea intachable: en un mundo con infinitos recursos de tinta, una
maquinaria infinitamente engrasada, energía infinita para moverla y un editor infinitamente rico (e inmortal), nos
sale una tirada infinita del mismo libro, del mismo texto. No se inventó la imprenta, en el fondo, sino la primera
aproximación (analógica) del
CONTROL + C
. Antes había copistas y manuscritos, y mil versiones y variantes de
un texto dado para que los filólogos se ganen el jornal.
II
Ahora bien, ¿con esto hemos ido a mejor o a peor? No soy tan optimista ni tan pesimista. Más bien hemos ido a distinto
para que todo siga más o menos igual. Hoy aceptamos de grado esa superstición en virtud de la cual un texto se cree
inamovible y definitivo cuando está en las páginas de un libro. Pero un libro sin lectores no es nada: simple papel y
polvo y podredumbre y abandono. El libro aspira a ser el mismo dígito repetido sin descanso: una constante. Pero para
que un libro exista necesita las manos que lo acojan y los ojos que lo lean. Cambiará de lector en lector y se irá
contaminando poco a podo de ellos. Incluso mudará en nuestra propia historia personal como lectores, pues no somos los
lectores que fuimos ayer ni los que seremos mañana. Tanto él para nosotros como nosotros para él, agua que fluye y pasa. Lo
que seguirá estando ahí, como ya estaba en tiempos de Homero o de Safo, es el mismo laberinto de voces y de ecos.
III
Y además de todo eso, estás las erratas.