Si un poema no es capaz de sacarnos de nuestras casillas cotidianas, siquiera por unos instantes, y devolvernos a la materia humana, a la ciencia de la vida y la muerte, que son la misma cosa, entonces ese poema será en justicia olvidable. Su propia cualidad de inocuo, como un tratamiento homeopático cualquiera, lo habrá condenado a la nada. No es éste el ámbito donde se mueve la poesía de Eduardo Moga, para fortuna de sus lectores. Y una buena prueba de ello la tenemos en su última y excelente entrega poética, Mi padre (Trea 2019). Breves prosas que se van sucediendo como fogonazos o teselas dispersas, azarosas en el espacio y el tiempo, y que van componiendo un retrato, o la impronta de un retrato. En la siempre, ay, tercera persona, que es el idioma del mito y la memoria. Cómo no recordar ese verso escalofriante de Jorge Guillén hacia su amigo Salinas: «Pedro Salinas, él, ya nunca “tú”».
Mi padre era un muerto de alquiler. Cuando venció el plazo del arrendamiento del nicho, unos operarios sacaron el ataúd del agujero y traspasaron los huesos, enredados en jirones de sudario, a un féretro más pequeño. Luego lo llevamos en el portaequipajes del coche a Chalamera, con varias maletas, algunos juguetes viejos y una nevera portátil. Allí lo metimos en la tumba de la familia.
(Eduardo Moga, Mi padre, Ediciones Trea 2019)