Hacia la mitad del canto IV de la Odisea, Helena, en el palacio de Menelao, prepara a sus invitados una pócima para labrar el olvido. Los versos (en mi traducción) dirían así:
Un nuevo plan urdió entonces Helena, hija de Zeus:
de inmediato echó en el vino que bebían una pócima
contra el dolor y la ira, que olvidaba toda pena.
Aquél que se la bebiese, ya mezclada en la cratera,
un día entero no echara lágrimas por sus mejillas
aunque muriera su madre y su padre, aunque a su hermano
o a su hijo los pasaran por el bronce allí delante
y él con sus ojos lo viera.
[…]
(Unos versos antes, el rubio Menelao le decía al joven Telémaco que estar triste es la única honra que les queda a los mortales).
La Odisea siempre me pareció una desesperada, incansable cruzada contra las no menos incansables asechanzas del olvido. El propio Odiseo cuenta su historia asombrosa ante los feacios, como para intentar convencerles, convencernos, convencerse de que no fue una quimera. Ignoramos el nombre de la Musa que invoca el cantor de la epopeya en los primeros versos, pero muy bien podría haberse llamado Memoria. Homero, reclamado por todas las islas griegas, tal vez hubo de decidir un día entre ser feliz o escribir hexámetros. El olvido no deja de ser una mutilación de nosotros mismos, porque, como la poesía y la música, estamos hechos de tiempo. Incluso en los banquetes de los poderosos, Homero (quien quiera que fuese), escogió recordar frente a las treinta monedas de la desmemoria.