Traducir la Odisea es un viaje tan audaz, tan extremado y peligroso como el de su protagonista. Sólo que el ingenioso hijo de Laertes y yo llevamos caminos opuestos. Él vuelve a Ítaca, que es de donde yo parto, para volver también allí a la postre. En su curso va despidiéndose de Circe, de Escila y Caribdis, de las sirenas, del cíclope, de Calipso. Yo me regreso a ellos y los encuentro allá donde los dejé. Y así pasaran mil años y apenas habrán cambiado. Como Nausícaa, anclada en su adolescencia, lo mismo que un viejo primer amor. Pero en mi marcha también tendré que despedirme de ellos: y cómo duele volverlo a hacer y tejer de nuevo las remendadas velas, con una pericia sombría y salobre que sólo se adquiere luego de muchas despedidas. A menudo en la tarde, cuando el sol tinta de antiguo el mar y las cavilaciones, nos saludamos Odiseo y yo. E insistimos en preguntarnos quién se marcha o quién es el que vuelve. Cada cual con sus sucesivos encuentros y desencuentros, los que van trenzando la rara melancolía que es, en el fondo, cualquier viaje. Memoria y olvido, ida y regreso tal vez sean (¿verdad, don Constantino?) la misma cosa.