Viajes, transatlánticos, cacerías, la guerra de los Boer, aventuras de vodevil y un escoramiento hacia ese encantador Oriente del que se había adueñado el Imperio Británico y cuyas piezas dispersas iba recomponiendo a su conveniencia. «No escribo de lo que he visto sino de lo que he soñado», afirmó una vez mientras Europa estaba en vías de convertirse en parque temático. Y, en efecto, la crítica lo suele vindicar como pionero de esa literatura de corte fantástico y heroíco, no carente de cierto aire reaccionario, que devino moda inagotable a partir de The lord of the rings de J.R.R. Tolkien.
Pero no es bueno aturdirse. Que toda o gran parte de esa novelería pueda ser despreciable, se debe a que es, llanamente, mala literatura. Separar la forma y el fondo nos conduce sin remedio a las trincheras del moralismo y de la ideología, donde se olvida que la literatura está hecha de palabras y que cada palabra es un mito y una metáfora del mundo, traída y llevada de boca en boca. Pero una vez agotada esa savia, su vieja herencia y su extrañamiento, las palabras se quedan en falsete, y los dragones, las espadas y los héroes que tanto demanda el público escapista, siempre sediento de la peripecia maravillosa, muestran demasiado fácilmente sus remiendos. El público escapista exige la suspensión de las leyes de la naturaleza de la misma forma que el público de la pornografía pide lo que pide. Tolkien, por contra, germanista y apasionado lector de aquellas mitologías, escribía desde el corazón mismo de sus vocablos, con una fe necesaria, y en ellos su voz poética encontró las teclas perfectas para interpretar y recrear admirablemente el mundo. Lord Dunsany, antes que Tolkien, discurriría por otros caminos y respiraría un perfume un tanto distinto.
Empecé a darme cuenta de ello en un verano de la adolescencia, cuando cayó en mis manos un ejemplar de En el país del tiempo, un ramillete de cuentos dunsanyanos traducidos por el gran Francisco Torres Oliver para la primera Siruela, que los editó en su inolvidable colección «El ojo sin párpado», de tapas duras y en un azul celeste, casi de otro mundo, tan irreal como ahora veo aquel verano y aquellas vacaciones. Confieso que en una primera ojeada azarosa de esos cuentos (algunos de ellos brevísimos) me desilusioné. No encontré allí los monstruos, los seres imaginarios y las aventuras que pensaba encontrar, y el verano era demasiado ancho y prometedor para demorarse; así que En el país del tiempo quedó olvidado en medio de su propio título. Pero llegó, como siempre acostumbra, el mes de septiembre, y en ese pausado desvanecimiento de promesas incumplidas hacia el antiguo oro de las tardes, como en un presagio, retomé el libro a regañadientes. Descubrí que el otoño, o más bien esa «primavera del otoño» que decía Juan Ramón, le sentaba extrañamente bien al vetusto noble irlandés.
No había, en efecto, ni dragones ni batallas; ni siquiera la muchedumbre a la que nos tienen acostumbrados los géneros épicos (¿hubo alguien a quien pusieran falta en Troya?). Por los cuentos de Lord Dunsany, antes bien, suelen pasar pocos personajes, extraños, singulares, muchos de ellos sumidos en un curioso abatimiento. Y, sobre todo, una voz que habla siempre como desde el entresueño, no sabemos si previo al día o a la noche. Se ha insistido a menudo en el carácter onírico de esas narraciones tan escurridizas, casi siempre colindantes con el poema en prosa. En todo caso no sería un sueño que es contrapunto de la vigilia. Ni siquiera están esos subrayados tan gruesos de lo fantástico que me tienden a incomodar en Poe o en Lovecraft. Al igual que sucede en la Odisea, el cuento dunsanyano sería un sueño circular, autoalimentado y expansivo: la vigilia de un sueño.
Vuelvo a recordar aquellos relatos. Apenas ya los releo, con nostalgia de aquel asombro primero. Incluso llegué a saber de memoria algunos pasajes, en esa prosa nítida y clara de la versión castellana de Torres Oliver. Como ese «Temíamos que habría muerto. Temíamos que habría muerto», repetido con pasión al último de los piratas, «El hombre de los pendientes de oro», que mira tristemente en el puerto cómo parten y llegan los grandes vapores. Quién no recordaría a Tom de los Caminos, el bandolero que se balancea ahorcado de un árbol en una noche de viento. Cuando espolearon su fiel caballo negro —nos dice el cuento— tras éste se le fue el mundo al desdichado Tom. O el espíritu de «La torre vigía», siempre alerta ante la inminente llegada de los sarracenos. Su interlocutor es incapaz de convencerlo: «–Yo me refiero –dije– a que no vienen ya. No pueden venir, y los hombres tienen miedo de otras cosas [...] Y dijo él: “¡Los sarracenos! Tú no conoces su astucia. Ésa ha sido siempre su táctica. No vienen durante un tiempo, durante mucho tiempo; y luego, un día, se presentan”». Pero si hay un relato de esa colección del que siempre guardo un especial recuerdo es «Los sueños de un profeta». Un hombre es conducido por un vasto desierto ante los esqueletos, monstruosos, de los dioses muertos:
«...Y miré largamente aquellos hermosos huesos curvados que ya no podían hacer daño a la más pequeña criatura de todos los mundos que ellos mismos habían creado. Y medité largamente en el mal que habían hecho, y también en el bien. Pero cuando pensé en Sus manos volviendo rojas y mojadas de las batallas para hacer una prímula para que un niño la cortase, entonces perdoné a los dioses.»
Nosotros también podemos perdonar a Lord Dunsany hasta sus extravagancias nobiliarias. Entre su vida de comodidades regaladas, su castillo, sus safaris y sus folletinescos viajes a la India, también le desveló el duende, siempre a deshoras, de la poesía. Atendió su llamada solícito, como quien acude a un cocktail, y la poesía lo acomodó frente a su propio abismo, pues cada poeta tiene el suyo. El abismo que media entre cada palabra y mantiene unido el tapiz. Al cabo poco importa qué materia pueda tener ese tapiz, mientras haya tapiz; y en cualquier caso hace tiempo que dejé de creer en las banderías y las etiquetas de los genéros (realidad, ficción, realismo, fantasía, etc). Toda literatura es fantástica y simbólica, diría Borges, cuyos elogios dunsanyanos son harto conocidos; y a un joven y creacionista Gerardo Diego le matizaba Antonio Machado que toda poesía es creacionismo, si bien nunca creacionismo ex nihilo. No sé si volveré a leer algún cuento más de Dunsany. Pero desde el país del tiempo aquel verano —aquel otoño, su reverso— de la adolescencia ávida de monstruos y aventuras me sigue trayendo ese aroma de rara soledad y de melancolía. ¿Y Lord Dunsany, el soñador? Cabría añadir, si sirve de coda, que al final despertó, en 1957, durante algo tan poco aventurero y caballeresco como una operación de apendicitis.