Las contradicciones son lo mismo que esos gatos callejeros que adoptamos o nos adoptan. Aprendemos de pronto que forman parte de nosotros, de nuestro entorno, como si fuera así desde siempre; y las cuidamos y alimentamos con íntimo y aplicado celo. Rechazar las propias contradicciones y no querer darles amparo es un acto de inhumanidad. Como ese gato-Odiseo que antes era nadie y le acabamos encontrando el nombre, la contradicción es una adivinanza más que reclama su sitio y su acomodo en esa gran maquinaria de acertijos que es la vida. No viene a dar sentido ni a resolver el misterio, por fortuna, sino a sumarse a las demás incógnitas en un todo gratamente incomprensible. Intuimos que sin ellos (contradicción o gato) alguna pieza le falta a nuestra siempre esquiva, rara, itinerante identidad.