Ser mujer y de Grecia, escribir poesía y vivir en una época muy lejana, parece que son los ingredientes ideales para llamarse Safo. Pero la tradición manuscrita también nos da noticia de otras poetas griegas de la antigüedad además de la gran cantora de Mitilene. Felizmente, y a pesar de la poca obra que ha sobrevivido de todas ellas tomadas en conjunto, sospechamos que ninguna pretendió ser una imitadora de la lesbia.
De este grupo tan heterogéneo de poetas juntados por el simple azar de ser mujeres, ninguna me ha llegado a conmover tanto como Erina de Telos, que vivió allá por el siglo IV a. de C. Dejó unos cuantos epigramas bastante dignos recogidos en la Antología Palatina, pero ya la Suda nos avisaba de su gran obra, un poema tilulado La rueca, que constaba de unos trescientos hexámetros y que su autora lo había compuesto a la edad de quince años. ¿Cuáles fueron las circunstancias que dieron pie a tal poema? Bien, parece que Erina pertenecía (o la habían hecho pertenecer) a una suerte de culto religioso muy estricto, que la tenía confinada, y se entera de que Baucis, la amiga de su niñez (y, probablemente, la única amiga que ha tenido) ha muerto. Entre la realidad tajante de la muerte, el sinsentido de su propia vida y el paraíso perdido de una infancia en la que tal vez seguía varada, nuestra joven poeta se encuentra tan desnortada que sólo sabe refugiarse en esa obsesiva rueca de la memoria, en ese maniático volver siempre al mismo lugar, que es la poesía. De los trescientos hexámetros de que habla la Suda, tan sólo conocemos hoy en día veintiséis, un leve destello de lo que tal vez pudo ser esa arrolladora y simple elegía y ese hermosísimo alegato de la amistad, más allá de todo tiempo y de todo lugar.
Erina recuerda en ese fragmento papiráceo los juegos de la «tortuga» (sin duda una variante griega antigua de la gallina ciega), y que jugaba también a ser la madre de Baucis, con la inocencia de quien nunca ha conocido la maternidad ni ha tenido que criar a sus hijos. Se refiere también a Mormo, que es uno de los mil nombres que ha tenido el hombre del saco, no sin ese placer tan especial que suelen causar los terrores infantiles. Pero Baucis se marcha arrastrada por las mareas de la vida, se casa (o la casan, lo cual es más probable) y se muere. Todo de golpe. Demasiado rápido y demasiado duro para la sensible y deconcertada Erina de Telos. Por lo demás, las fuentes antiguas nos cuentan que Erina no sobrevivió mucho tiempo a Baucis.
Hace unos años, ensayé la siguiente traducción de esos veintiséis hexámetros que han sobrevivido de La rueca en la revista Iris de la Sociedad Española de Estudios Clásicos.
... De los blancos caballos a las olas profundas
te abalanzabas tú con pies enloquecidos,
mas yo entonces gritaba: «¡ya te tengo, mi amiga! »
Y, cuando eras tortuga, corrías dando saltos
a través del recinto del gran patio.
Esto es lo que yo lloro, desventurada Baucis,
con profundo pesar: estos vestigios tuyos
en mi corazón yacen aún ardientes, muchacha.
Cenizas son ahora nuestros gozos de entonces.
De niñas, en los cuartos, junto a nuestras muñecas,
jugando a ser las novias y libres de cuidados.
Y, al despuntar el alba, la madre, que entregaba
la lana a las sirvientas tejedoras,
venía, y te llamaba para salar la carne.
¡Ay, de pequeñas cuánto miedo nos daba Mormo,
la de grandes orejas, que andaba a cuatro patas
y que mudaba de una cara a otra!
Pero cuando marchaste hacia el lecho de un hombre,
mi Baucis, olvidaste cuanto habías oído
de tu madre en la infancia, que Afrodita
el olvido metió en tu corazón.
Y yo que te lamento no asisto a tus exequias:
no tengo pies profanos para dejar la casa,
no conviene a mis ojos contemplar un cadáver
y no puedo llorar con los cabellos libres.
Sin embargo, me araña un rubor de vergüenza...
(Trad. de Juan Manuel Macías)